Dice Coco Chanel que la moda es lo que pasa de moda. Y por una extraña inversión de los atractivos sexuales en comparación con el reino animal, donde el macho es el mejor dotado -la cola del faisán y la del pavo real, la melena del león y el empaque multicolor del gallo, con su roja cresta y vivos colores, así lo demuestran-, la principal usuaria de la moda en nuestra sociedad es la mujer.
Ella, desde la aurora de la historia, recurrió a los peinados, a los afeites, a los vestidos de largas y elegantes polleras, como se ve en las pinturas levantinas del final de la prehistoria, a los adornos y collares. El hombre ostentaba la fortaleza de su cuerpo, el poder de sus músculos, una prestancia corporal que revelaba fuerza, destreza y decisión.
Por ello los ornamentos, las pelucas, los anillos, los ropajes de colores llamativos –pensemos en la riqueza del vestido africano tribal, por ejemplo- es decir aquellos elementos que complementan la belleza formal del cuerpo, son femeninos. La vestimenta masculina no presenta, en la mayor parte de las culturas, similar riqueza y complejidad.
A lo largo de la historia, especialmente la occidental, la riqueza del traje, la variación de los estilos, los llamadores artificiales de la seducción, han constituido una constante cultural femenina.
Existe un fenómeno comprobable en nuestro entorno social: ciertas pautas de consumo suntuario se vinculan más fácilmente con la mujer que con el hombre. Se dispone de una multiplicidad de productos asociados con la condición femenina en sí, o con la condición femenina que la sociedad crea y los medios masivos multiplican.
En primer lugar existe el estereotipo de que la mujer, para ser feliz, necesita comprar cosas, especialmente aquellas destinadas al uso personal, a la amplificación de la belleza física.
Desde tiempo inmemorial la sociedad ha identificado mujer y belleza, aunque no en todas las culturas. La clásica (Grecia y Roma) ha llevado al paroxismo la idea de belleza física asociada con musculatura y juventud, pero mucho más en relación con el varón joven que con la muchacha.
La mujer en la tradición occidental, incluso desde el Antiguo Testamento, aparece asociada con la idea de seducción. Isaías condena, justamente, la utilización femenina de toda clase de adornos destinados a maximizar la belleza y la seducción.
Durante ciertos períodos se intentó “domesticar” el cuerpo femenino, ya fuera cubriéndolo con ropajes, con diversas capas de ropa o con incómodos corsés, e incluso con cinturones de castidad.
El hecho objetivo es que Occidente ha ido delineando un modelo de mujer que, en primer lugar, ha sido secundario; ella ha estado destinada al servicio del varón y, como tal, su embellecimiento ha tenido una función clara: adaptarse a lo que el hombre deseaba que ella fuera.
Por otra parte y sin alejarnos de nuestra tradición, las pautas de belleza relacionadas con lo femenino han tenido siempre un fuerte corte de clase: el modelo de belleza de las clases altas del siglo XIX ha sido el de la mujer delgada, pálida, tísica, en tanto el de las clases populares ha asociado gordura con hermosura.
Si bien el uso de ropas lujosas, de adornos, de cosméticos, perfumes y otros artículos no indispensables ha sido común entre las féminas- recordemos por ejemplo la henna y el khol entre las egipcias- el fenómeno del consumo sistemático y por placer de productos diversos se ha amplificado en especial en el siglo XX. El modelo de mujer prolija, peinada, impecable y a la moda se asocia con el nuevo rol que ésta va adoptando en la sociedad, en consonancia con la progresiva liberación femenina que nos ha obligado, paradójicamente, a asumir voluntariamente nuevas esclavitudes. Una de ellas es la de estar a la moda, esa costumbre occidental de la renovación permanente tanto del guardarropas como de todo aquello que nos adorna.
¿Por qué no se le ha exigido al varón algo similar? ¿Por qué “ir de compras” se asocia imaginariamente con uno de los pasatiempos favoritos de las mujeres? ¿O en qué medida se le ha impuesto este entretenimiento cultural?
Intentaremos dar una respuesta antropológica a estas interrogantes.
En primer término, porque la sociedad ha elaborado un ideal de mujer, a menudo contradictorio, pero cuyo denominador común se asienta en “lo bello” de la cara y del cuerpo femenino. Ese modelo ha sido siempre un derivado de las necesidades masculinas: los hombres han planteado una pauta ambivalente en relación con sus deseos: una dama en la mesa (es decir, en el hogar) y una prostituta en la cama, no necesariamente con la misma mujer. No estamos lejos, todavía, del viejo modelo de dominación que juzga con distinta vara a varones y mujeres.
Pero además, las mujeres han/hemos internalizado –y comprobado en carne propia- ese modelo que impone la necesidad de estar o aparecer bellas en público y en privado. Diversos estudios realizados en EEUU han demostrado fehacientemente que mujeres bellas obtienen buenos puestos de trabajo aunque no estén calificadas adecuadamente, y vale también lo opuesto.
Hay algo más: el papel que desempeñan los medios masivos a través de la publicidad, amplificando un estereotipo de mujer bella, delgada, producida, deportiva, sensual y profundamente consumista, no necesariamente inteligente ni cultivada, es central a este respecto. Ese ideal se vincula con las pautas básicas que el capitalismo impone, cada vez con más fuerza, y que unen imaginariamente el consumo con la felicidad, sin mostrar –y no precisamente por ignorancia- que aunque se compre el último artículo que salió al mercado hace 15 minutos, dentro de 30 saldrá otro que lo sustituirá con éxito. Ese sistema de consumo se aplica a la compra de cualquier tipo de producto, desde un automóvil, un celular, un par de zapatos deportivos o un champú. Coloca a la mujer en el papel de receptora de una cantidad desmedida de tentadoras ofertas que prometen la “felicidad”, aspiración que se lograría en consonancia con el incremento del atractivo sexual para obtener, así, el amor como en los cuentos de hadas.
Los recursos de la coquetería, los encantos de la cosmética, la profusión –y consiguiente caducidad programada- de las vestimentas, constituyen artículos que se hacen aparecer como imprescindibles. En este campo, podríamos hablar de la “industria de la necesidad” ya que se generan artificialmente deseos para poder satisfacerlos a cambio de dinero.
Así es que abundan los locales donde se ofrece –se vende- belleza o su arquetipo, se perfecciona la elegancia, se fabrica un protagonismo de la seducción y a la vez se vende la idea de un “estilo propio”, de una creatividad de medida o de confección. Los comercios nos exhortan a consumir.
La edad en la mujer se ha convertido en un estigma: mostrar canas, arrugas o los efectos naturales de la fuerza de gravedad se han convertido en pecados modernos o posmodernos. Nada debe delatar el paso de los años, cualquier recurso es bienvenido para cumplir con el ritual obsesivo de disimular el paso de los años, de mantener la ilusión de la eterna juventud.
Pero además, las expectativas femeninas son generadas con la finalidad de obligarlas a comprar indefinidamente; no hay asunto que no haya sido considerado por la industria del look: perfumes, lociones capilares que devuelven la juventud y tinturas que disimulan la edad, cremas que reintegran la lozanía y la humedad perdida del rostro, tratamientos casi mágicos –a menudo extremadamente invasivos- para perder peso, adiposidades localizadas, o años, o un largo etcétera.
Y además está la industria de la vestimenta que constituye un negocio multimillonario y no exclusivamente entre las capas más altas de la sociedad.
Vuelvo a la pregunta anterior: ¿qué pasa con los varones en este sentido?
A menudo nos enfrentamos al estereotipo del hombre descuidado, desprolijo, desinteresado de su aspecto, su atuendo, su ropa. Si bien muchos varones están cambiando su conducta también en el cuidado de su físico y el consumo asociado, durante buena parte de la historia esto no ha sido así. Y no lo ha sido porque, en primer lugar, el rol de proveedor no necesita coincidir con el de galán, y la mujer, tradicionalmente, ha aspirado a obtener el mejor partido posible, especialmente si a cambio ha tenido belleza para ofrecer en ese comercio más o menos explícito que es el intercambio matrimonial o de parejas desde la perspectiva de la antropología.
(Anabella Loy, antropóloga uruguaya, escritora, ensayista e investigadora)