(Un pequeño extracto de un cuento que estoy escribiendo, inspirado y basado en la realidad. Agradecido espero conocer vuestras opiniones y críticas)
Aunque apenas tenía cinco años, con sólo mirar la cara de sus padres, sabía que refugiarse en su habitación, dejar casi de respirar para pasar desapercibido, acurrucarse en un fuerte abrazo con su perro Napo y esperar a que pasase la tormenta de gritos, insultos y descalificaciones, eran su única forma de supervivir.
Gazpachito era un niño guapo.
Un poco pequeño para su edad. De constitución fuerte y robusta aunque de semblante melancólico. Sus rubios cabellos sucios y desordenados caían de una forma atropellada por cualquier parte de su cara tapándole sus pequeñas orejas y hasta los ojos. Enormes y de profundo color negro los abría con trabajo; con cansancio. Era con ellos con los que hablaba. Emanaba tristeza por todos los poros de su mal alimentado cuerpecito.
Acariciaba a su Napo sin dejar de temblar, muerto de miedo, horrorizado ante la espera de que se abriese la desvencijada puerta de su cuarto y entrase su padre, demacrado, casi sin aliento, apestando a bebida barata y casi derrumbándose, agarrando fuertemente la correa con la que tantas veces lo había maltratado.
Napo, su pequeño Shih-Tzu, había dejado de menar la cola. Le miraba a los ojos y apretaba aún más su menudo y lanudo cuerpo hasta fusionarse con él. Agradecido, le lamía las manos y, sin palabras, entendía a su pequeño amo en el lenguaje que ambos habían creado.
Una lengua ausente de palabras, basada exclusivamente en el afecto y la caricia y, desdichadamente, en los silencios. Silencios de miedo, de angustia, de desesperación y huida. Un lenguaje nacido directamente de los códigos que elaboran el corazón y la ternura.
Napo lo seguía mirando al mismo tiempo que vigilaba la puerta de la habitación
De origen tibetano, era un perro sagrado que se sentía como un fiero león. Y, aunque fuera un diminuto leoncito, más de una vez había demostrado su bravura defendiendo a su amo. Además, sus estridentes ladridos eran la mejor manera de alertar a los vecinos. Ladridos que Napo, en su ingenuo entender, identificaba con los fieros rugidos del rey de la selva.
Gazpachito apenas había ido a la escuela y escasamente conocía la relación con otros niños. Su corta infancia se había desarrollado entre las cuatro paredes de una casa habitualmente abandonada. Casi siempre solo hasta que, milagrosamente, llegó Napo, porque en uno de los escasos momentos de lucidez y culpabilidad de sus padres se lo habían regalado como saldando una deuda impagable.
Apenas hablaba y desconocía las palabras que pudieran vincularlo al mundo que lo rodeaba.
Su mundo era otro. Interior y callado, construido con el salado sabor de sus lágrimas. Sus únicas palabras eran sus afectos y sus miedos y una mirada casi siempre errante. Sin saber leer, sabía intuir a través de los cortos años de su propia vida ese repetido texto en el que sólo existían voces, insultos, agresiones, dolor y un miedo profundo e incontrolable.
Esta vez la puerta no se abrió.
Depositó a Napo en el suelo y se dirigió temeroso hacia la sala en la que sabía que estaban sus padres. Napo le siguió indeciso, olisqueando más allá de sus posibilidades, buscando intuitivamente a través de su olfato cómo proteger a su desvalido dueño. En su corto camino hacia la cocina sintió crecer y emerger de él un león fiero que con su aterrador rugido paralizaría hasta el vuelo de las aves más rapaces.
-¡ Guau, guau,
guauuuuuuuuuuuuu!
Gazpachito
lo miró atentamente y con una inmensa ternura su mente elaboró una respuesta que
fue incapaz de pronunciar.
- Sí, tú Napo, león. Fiero.
Valiente
Sintiéndose adulado, Napo aceleró
la marcha. Deslizó la puerta entreabierta de la cocina con su chato hocico y la dejó abierta plenamente.