Anoche, disfrutando
y emocionándome otra vez con la película de Pedro Almodóvar “Volver”, recordaba
el verano de 2005. Julio exactamente.
Veranos inclementes
los manchegos. Ardor que
penetra por los huesos y que derrumba hasta a los más valientes. Luz cegadora
en un cielo que recupera su inmenso azul en los amaneceres y cuando el sol, al
atardecer, emprende su diario y cansino viaje.
Los veranos en Albacete capital son, al menos
para mí, insufribles. El mundo despierta muy de mañana al cobijo del frescor
matutino para después refugiarse en la
protección de su guarida. Tiempo de
largas y formidables siestas. De libros esperando su lectura, de persianas caídas intentando atrapar el casi imperceptible frescor de la penumbra. Calles
solitarias inundadas de un fuego
abrasador que devora la mínima energía que el calor
no había osado robar. Casi agradecida, la gente busca la sombra en busca de una
brisa que no llega de un mar distante y
ajeno a la llanura manchega. Calma absoluta y agobiante. Suspiros estrangulados
por un silencio resignado.
Recuerdo que en
uno de los veranos que pasé en la
tórrida Al-Basit vino a visitarme mi amiga
Rita.
Desde su lluviosa y fría Holanda era imposible pensar
que el verano mesetario en nada se le parecía al que ella acostumbraba. A las cuatro de la tarde se le
ocurrió la indigesta idea de salir a tomar algo. A pesar de mis
advertencias y súplicas en las que le explicaba que a esa hora la ciudad era un
cementerio, que las piedras emanaban fuego, que la sofoquina era irresistible y
que no veríamos ni una sola alma en la
ciudad, se empeñó en la aventura. (Un suicidio canicular era lo que yo sentía).
Efectivamente,
salimos.
Nada más abrir la
puerta de la calle, Rita se sintió abofeteada por la tremenda ola de altísima
temperatura que se quedó parada e instalada en su cara. Su rostro, de
suavidad casi nórdica, enrojeció súbitamente y su voz se transformó en un susurro.
Apenas pudo farfullar
un “tienes razón” y regresamos a
casa.
Por mucho que lo
intento, no consigo recordar qué motivos me habían retenido en ese Albacete sediento del verano del 2005. Verano tórrido
como casi todos, donde el clima nos castigaba
con sus indecentes cuarenta y cuatro grados en las horas centrales del día.
Carmen Sánchez
estaba pasando unos días en la Nueva York de La Mancha, como muy bien la había
definido Azorín. Y es cierto, porque, encaminando la ciudad desde la bajada de Chinchilla,
Albacete recorta en el horizonte su silueta más neoyorquina. Su familia y
especialmente su madre, Faustina,
albaceteña de El Jardín, eran el único
objeto de su visita. Vivía en Barcelona y, siempre que podía, se acercaba a la
ciudad manchega para compartir con ella días de cercanía y añoranzas.
Se me ocurrió la estrafalaria
idea de hacer un recorrido por la que denominamos la Ruta de Don Quijote. Un itinerario
muy “sui generis”, ya que, en realidad, nos lo inventamos sin seguir los más mínimos criterios geográficos, históricos, literarios o
documentales. Y decía estrafalaria, porque a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido tal cosa en el mes de julio y
en Albacete.
La realidad es que
ninguna de mis compinches de aventura puso la más mínima objeción, ni
siquiera Faustina, ejemplo de sensatez y
discreción. Sé que a ella, más que a
nadie, le sedujo la idea.
Ambas, madre e hija,
aceptaron con agrado aquel loco viaje.
Quedamos en madrugar
para evitar el sofoco veraniego y, reconfortados
con el aire acondicionado de mi Fiat
Stylo, emprendimos la marcha sin
un destino claro, aunque sí seguros de no perdernos dos emblemáticas ciudades
manchegas: Villanueva de los Infantes y Almagro.
Curiosamente,
la nacional 322 que nos llevaba en dirección a Alcaraz nos
regaló la aparición inesperada de El Jardín, minúscula patria chica de Faustina.
Nada mejor que desayunar en el bar merendero de la carretera, a la sombra de la parra que cubría la
entrada y con la música monótona y tontorrona del volar incontrolado de miles
de sudorosas y fastidiosas avispas.
Café con leche y
sabrosas tortas de manteca y la recuperación de Faustina de parte de su
infancia. Una infancia ya lejana en el
tiempo y que anidó de nuevo en su memoria. Remembranza histórica recuperada a través de un paisaje que se colaba a través
de las cortinas y de aquellas tortas que
le devolvieron lejanos sabores que,
aunque antiguos, los sintió como nuevos y más vivos que nunca.
Creo recordar
que, a pesar de que El jardín está a
pocos quilómetros de Albacete, Faustina nunca había vuelto a su aldea natal. No
sé si fue simple indolencia o el rechazo a un viaje simbólico al mundo de los ancestros
que sabía que no era ya el suyo. Creo
poder afirmar que, de regreso, la Fausta se llevó sus
recuerdos a cuestas y para siempre.
Almagro nos
recibió envuelto en un enorme ajetreo. Un ir y venir de gentes,
electricistas, técnicos de sonido,
focos, cámaras, atrezzo, enormes tráileres habían tomado posesión de la
ciudad. Almagro presumía, y con razón y
orgullo, de su preciosa plaza flamenca y
de su histórico y bien conservado corral de comedias. Hoy día constituye el único ejemplo de teatro
íntegramente conservado en el mundo de
esta clase de espacio escénico tan
frecuente en la España
del XVII.
No era el Festival
Internacional de Teatro Clásico que cada año se celebra en esta ciudad manchega el que había invadido sus calles y
plazas; eran el director internacional
de cine del pueblo vecino de Calzada de Calatrava, Pedro Almodóvar, y todo su
equipo que estaban rodando su película “Volver”. Junto a Pedro estaban Penélope Cruz, Lola Dueñas,
Blanca Portillo (a la que no vimos), Yohana Cobo y se supone que Carmen Maura y
Chus Lampreave a las que tampoco tuvimos la oportunidad de admirar y de las que me considero un sumo admirador,
así como de todo el cine de Almodóvar. Sus estrenos son siempre para mí, además de un acontecimiento cultural, un
regalo que espero ansiosamente.
Para dos cinéfilos de pro,
como éramos y seguimos siendo Carmen y el que escribe esta pequeña crónica,
perdernos el rodaje de la película
era un pecado de imposible absolución.
Así que, ni cortos ni perezosos, nos acercamos a esa enorme amalgama de focos y
cables que cubría la puerta de una hermosa casa labriega en la que
supuestamente vivía la tía Paula, o sea, Chus Lampreave.
En aquella época no tenía
aún la cámara de la que dispongo ahora y que habría llamado excesivamente la
atención del equipo de seguridad del rodaje de la película. Una pequeña cámara digital Pentax,
no mayor que mi mano, derecha era suficiente.
En la escena que estaban
rodando, Penélope Cruz acompañada de Lola Dueñas, su hermana en la ficción
cinematográfica y Yohana Cobo, su hija en la cinta, llegaban desde Madrid para
visitar sorpresivamente a la tía Paula.
Penélope aumentaba su
trasero con una prótesis que engordaba su figura, más al estilo de las mujeres lugareñas,
llamaba a la puerta de la tía seguidas por su hija y hermana. Vestida con una
falda de cuadros y un jersey ajustado de
color violeta gesticulaba antes de hacer
sonar la aldaba de la puerta de entrada. Su cabello recogido en forma de un
indolente moño aportaba más veracidad a la escena.
Lola Dueñas, nerviosa, fumando cigarro tras cigarro, trotaba de un
lado a otro antes de entrar en escena. Pedro, oculto en algún lugar del rodaje
daba las órdenes necesarias y gritaba “acción”
y “corten” reiteradamente. Es sabido que su
perfeccionismo llega a crear un clima de
angustia en los actores que trabajan en sus películas. No sin razón, está
considerado el George Kukor español, por
extraer de las actrices todo lo mejor de
ellas.
El cine convierte en magia
lo anodino, nos hace viajar a nuestro interior en busca de paisajes ocultos y
crea identidades que desconocemos y, cuando
disfrutamos de una escena cinematográfica, bien repanchigados en la
butaca de nuestro cine, olvidamos el trabajo de horas, días y meses que lleva consigo la filmación de una película.
Escondidos desde nuestro
poco disimulado escondrijo, embelesados y silenciosos, contemplábamos el desarrollo de la escena con una Penélope
Cruz entregada y siempre reforzada en su papel por las magníficas Lola Dueñas y
Yohana Cobo. Después de cada toma, vestuario, maquillaje y peluquería acudían
a retocar a nuestras estrellas.
Nos habríamos quedado allí
toda la tarde, pero el día languidecía y
Faustina, ajena a nuestras veleidades cinematográficas, paciente, nos
esperaba cercana a la calle del rodaje.
“Volver” me devolvió un recuerdo ya lejano que se sumó a la emoción de
la propia película y una mirada más cercana me la hizo sentir más mía,
nuestra, universal.
Con un sol más clemente,
emprendimos el retorno por las Lagunas
de Ruidera. El paisaje dibujaba en los
campos de Munera extensos mares dorados
de mieses ya segadas. La luz crepuscular lo matizaba tanto que heló las
palabras. En silencio presentíamos la cercanía de la llegada: Albacete.
(José Luis
López Terol, Barcelona, 9 de marzo de
2013)