La ciudad parece un escenario ficticio, iluminado e inerme, un rincón protector para los seres que parten, para los condenados que levantan velas rumbo al ostracismo, en el que no se contemplan los retornos.
Los árboles y plantas de este jardín, con sus formas y coloraciones tornadizas, con sus ramas caprichosas y con sus hojas caducas y otoñales, vestidas para la celebración del adiós, antes de disolverse en el ciclo implacable de la naturaleza, no transmiten certidumbres ni esperanza, parecen decirnos que todo es corruptible y finalmente yermo.
Frente a su tumba le prometo, en realidad me lo digo a mí mismo, que todavía no sé qué es prepararse para cuando llegue el fin, que no entiendo el asunto de la resurrección de los muertos y la vida en el más allá. Entre otras cosas, porque no creo que exista una vida que continúe y se reorganice de otra forma en el momento que morimos, porque no creo que el acto de fallecer sea la puerta de entrada a ningún otro reino que no sea el mineral y porque no soy religioso en el sentido tradicional de la palabra.
Le prometo, igualmente, que dejaré de concebir la muerte como un fracaso y que seguiré buscando la alegría de vivir.
A estas horas del día, en la solemnidad del domingo, en honor a mi madre y de la vida que me concedió, prometo sobrellevar mejor el dolor que me provoca su ausencia.
Un romero humilde se eleva sobre el suelo pedregoso del jardín del cementerio.Crece bello y fuerte junto a la tumba que guarda sus cenizas. Es un vegetal perfumado, ligero y vigoroso como el alma de nuestra madre, como la energía que animó la existencia de un ser honrado, trabajador y solidario.