Hablando de
Golosalvo se me ha ido el “santo al cielo”. Espero que haya sido San Jorge, al
que profeso una profunda simpatía. Un
santo mítico sobre el que se han tejido miles de leyendas, aunque en mi
pueblo no las tengamos o si las hay, yo las desconozco. Presumimos, sin
embargo, de historia y bien documentada.
Os estaréis preguntando quién era la
Ruperta.
El
retrato que yo esbozaría de ella, después de la nebulosa mental de más
de setenta años, me lleva a describirla
como una mujer de Mahora, no de gran estatura, de unos cincuenta años, con una
toca de color negro o tal vez gris oscuro que cubría sus hombros y de profesión
turronera y pastelera. En aquellos momentos,
seguro que yo la percibí como una mujer muy mayor, casi una abuela. Sé también que, para más inri, se
alojaba en casa de mis abuelos cuya vivienda estaba en la plaza.
Doy por supuesto que la amistad que la unía
a mi familia paterna tenía que ver con que parte de ella procedía
de su pueblo. Mi padre y algunos de sus hermanos eran naturales también de
Mahora y, además, mis abuelos habían residido en esta localidad. Sé que tenían un horno.
Instalaba su puesto de dulces, turrones y
peladillas en la plaza de la iglesia. Recuerdo, como si fuera ahora mismo, las mágicas bolsitas transparentes llenas de las
exquisitas peladillas que ellos confitaban. Me encantaban muchísimo y, cuando llegaban las
fiestas, pasaba el tiempo remolineando
al lado del puesto hasta que conseguía que
mi padre o mi madre me comprasen una bolsita que guardaba como un tesoro
y que comía como la exquisitez más
refinada. Sentía, a mis tres años, como que había nacido con esa única misión:
atiborrarme de las crujientes delicias de la Ruperta.
Estaba instalada en un buen sitio, el
mejor, porque por allí pasaba todo el pueblo el día del patrono, cuando iban a
la misa mayor y a la procesión del santo que recorría todo la población.
La pastelería la tenía en Mahora, enfrente
de la “glorieta”, donde en las fiestas patronales del municipio se celebraba el baile, uno de los más
concurridos de toda la “alredorá”. Creo que aún se conserva su casa y que sobre
la puerta principal sigue permaneciendo un escudo de la nobleza.
Ya de mayor, siempre impulsado por mi tremenda
curiosidad, le pregunté repetidamente a mi padre el origen del nombre de Mahora. Su respuesta, invariable, siempre era
la misma. “Mahora viene de la palabra malahora”. Y se quedaba tan ancho.
Aunque su explicación adolecía del más mínimo
criterio histórico, algo de verdad sí que encerraba. Mahora, durante siglos fue lugar de destierro de nobles de la
corte que debían cumplir sus condenas en esta villa. Por esta razón, abundan las casas blasonadas entre las
cuales se encontraba la de mi
tatarabuela Doña Lucía.
El topónimo Mahora desciende del árabe
Nāʻūra que significa“noria”, como muchos otros
municipios de La Manchuela.
Precisamente, una de esas fiestas de la Virgen de Agosto, en la
glorieta, conocí a la Juliette Greco del
pueblo. Una morenaza y lozana moza a cuyos pies caí rendido. La que se armó,
cuando mi padre se enteró que era la hija de Rascallú, un humilde y honrado jornalero al
que nunca conocí.
Clasismo
total y vergonzante en esa época teñida de oscuro y con los pocos rayos
de luz que únicamente provenían de la imaginación de un crío soñador.
En estas fiestas del 1949, como
correspondía a casi todos los del pueblo, había estrenado una capa. El tiempo
que desdibuja los recuerdos me lleva a
recordarla como muy preciosa, de color azul marino, con los ribetes dorados y
que se anudaba al lado del cuello. La foto que ilustra esta historia documenta
esa inmortalizada capa que le trajo,
especialmente a mi madre, los disgustos
que ya os voy a contar.
Sin
encomendarme a nadie, esa mañana de fiestas patronales, salí de mi casa todo
guapo, requetepeinado y con mi capa recién estrenada. Seguro que me sentía un superhéroe de esos que pueblan hoy día miles de películas.
Me figuro que salí en dirección a la vivienda
de mis abuelos.
Todos los festejos se concentraban en la
plaza y presumo también que, más que ir a ver a mis abuelos, lo que pretendía
era echar una buena ojeada a las golosinas,
turrones y peladillas de almendra
tostada de la inolvidable Ruperta.
Tuve que quedarme totalmente extasiado ante
la embriagadora exposición de tantas galguerías a apenas unos centímetros de
mis pequeñas manos.
Todo
un imperio a mi alcance y sin un céntimo
para poder hacerlo mío.
La
turronera, que era una buena conocedora del alma infantil, clavó sus avispados
ojos en mí, al mismo tiempo que
disfrutaba de mi entregado embeleso.
-¡Hola! ¿Cómo te llamas? – me susurró con una impostada dulzura.
Sin duda se percató de mi extasío, ya que
mis ojos permanecían clavados, sin pestañear, en ese codiciado botín de bolsas
llenas de peladillas anudadas con sus vistosos lacitos de chillones colores.
Tan entusiasmado estaba, que no atiné a
responderle que mi nombre era Pepe Luis.
- Veo que
te gustan las peladillas. ¿Tienes dinero para comprar una bolsita? -
me preguntó, intentado sacarme de mi
hechizo.
Como no llevaba ni una mísera peseta, con
cara desolada y casi llorando le respondí que no y yo, a toda costa, quería mis
codiciadas golosinas.
- ¡Hagamos un trato! Tú me das tu preciosa capa y yo te doy, no una bolsa de
peladillas, sino dos. ¿Qué te parece? –me preguntó trasladándome la impresión de que
era un regalo su oferta. ¡Bastante sabía
yo cuál era el significado de esta cruel palabra, trato!
Ni corto
ni perezoso y sin dudarlo un segundo, me quité la capa y se la entregué
sumamente satisfecho del gran negocio que acababa de hacer.
Ya
en posesión de mi tesoro, con las manitas temblorosas y con sumo cuidado, abrí
la primera de las dos bolsitas. Extraje de ella
el ansiado dulce y lo introduje en mi boca ávida de disfrutar del placer
recién conseguido.
Poco después, ya con mis padres esperándome
para asistir a la misa mayor en honor de San Jorge, me preguntaron,
especialmente mi madre, que dónde estaba la capa que acababa de estrenar y que quién me había regalado las dos bolsas
de peladillas.
Con mi lengua incapaz de expresar frases coherentes, conseguí hacerles entender cuál había sido
mi aventura y que la capa la tenía la Ruperta. Era el precio que sin
dudarlo le había pagado.
Me
estuvieron riendo la gracia durante
los tres días que duraron las fiestas y siempre pensando en la broma tan
divertida que me había gastado la
dichosa turronera de Mahora.
Todo
el pueblo estaba enterado del gran negocio que había hecho el benjamín de Pepe, el secretario. Lo que nadie se
imaginaba es que la historia tuviese el final que tuvo.
Y os lo cuento.
Mi madre, la María de Pepe, estaba
convencida que antes de regresar a su pueblo, la Ruperta pasaría por mi casa y
le explicaría la broma gastada y le
devolvería la capa recién estrenada.
Pero no fue así.
Al día siguiente, en la plaza del pueblo, enfrente de casa de
mis abuelos no quedaba ni rastro de la parada de turrones. Mi madre, un tanto
ya mosqueada, se dirigió a casa de mis abuelos para interesarse si la que me
tomó el pelo, siendo un guachillo de tres años, les había dejado la dichosa
capa.
Mi abuela Antonia, cuando le preguntó por
el asunto, con cara compungida le contestó que la Ruperta se había ido por la
mañana tras recoger el puesto y que no
le había dejado ninguna capa de
color azul marino.
Es fácil imaginar la cara que puso mi madre.¡ No lo podía creer!
¡La Ruperta se la había llevado!
Cuando
llegó a casa, totalmente enfurecida, me
echó la bronca padre, pagando el pato mi pobre trasero que se ganó uno
cuantos y merecidos azotes. Después, ya más calmada y entendiendo que la ingenuidad de un niño de tres años no era
la culpable, dirigió su enfado a esta señora que había “profanado” la ingenuidad de un pobre crío.
Esa noche mi madre no durmió.
No le
quedaba más remedio que, al día siguiente, coger el idaivuelta de la
mañana que llegaba a Golosalvo a las
ocho y que provenía de Casas de Ves y
finalizaba en Albacete y que tenía una parada en Mahora.
Lo llamaban el idaivuelta porque era el
recorrido diario que hacía cada día laborable y que conducía un tal Nicomedes.
Pepe, el cobrador, era el que se encargaba de
vender los pasajes una vez instalados los viajeros en el autobús y al
mismo tiempo, realizar los encargos que la gente le hacía.
Recuerdo que tenía do pisos y tenía la parada en la plaza de la iglesia.
Las llegadas de lo que
hoy sería una joya digna de un museo del transporte, era celebrada por toda la
chiquillería del pueblo que corría detrás de él y que, incluso, los más atrevidos trepaban a
través de las escalerilla externa que conducía al segundo piso.
Además, este autobús, alegraba la vida
dormida del pueblo con la llegada de algún viajero o con algún pasajero
que lo esperaba para realizar algún
viaje. Otros dos autobuses, a los que
llamábamos la Requenense, hacían la ruta de Albacete a Valencia y regreso por
la tarde al lugar de origen.
Mahora está a siete kilómetros de
Golosalvo.
Después, siendo ya adolescente, más de una vez me tocó ir a
comprar el pan en bicicleta casa de
Rodolfo porque la Felisa había ya cerrado el horno.
Mi madre, muy disgustada, estaba a la hora
convenida en la plaza esperando el primer idaivuelta.
No
sé si se había preparado lo que le pensaba decir a la Ruperta y, si me lo contó
alguna vez, no lo recuerdo. Posiblemente, dado el carácter vehemente de mi
madre, no le tuvo que ser agradable escuchar las excusas que la Ruperta le dio
intentando ver que simplemente había sido una inocente broma.
El caso es que, al final, recuperó la dichosa capa y la
relación que la turronera tenía con mis abuelos quedó hecha añicos.
Tan escarmentado quedé con esta travesura que es una historia que la rememoro frecuentemente y mis recuerdos la visten de ternura y afecto y al escribirla, como ahora, le doy otra vez
vida.
Navegar por el laberinto de los recuerdos
es tarea difícil y compleja porque la realidad de lo vivido, de lo que llamamos
historia, la complejidad del afecto lo reconvierte
en algo nuevo.
Permanece, eso sí, la melancolía de un
tiempo perdido que, cual edificio derrumbado por el tiempo, queremos reconstruir.
Soñarlo lo vuele a habitar de nuevo.
José Luis López Terol