1949
Tenía yo tres años.
Tenía yo tres años.
Diez
años del final de la guerra civil
española.
Las heridas y las consecuencias de tan
terrible guerra pernoctaban en cada familia, aunque, en apariencia, todo era un
remanso de paz. Quizás, al ser el pueblo tan pequeñito, no existía conciencia
del terrible drama que el país acababa de sufrir.
Golosalvo, el diminuto pueblo en el que yo
nací, dormitaba en la placidez de una pequeña
comunidad en la que todo el mundo se conocía.
Mis padres eran Pepe, el secretario y María,
la mujer del secretario.
Mi padre había nacido en Mahora, localidad
cercana a nuestro pueblo. Tuvo que tener el municipio vecino etapas de gran
esplendor social, como lo demuestra la gran cantidad de casas con escudos nobiliarios. Mi misma familia
pertenecía a una de esos linajes cuya nobleza queda refleja en la Capilla de
los Ruices, en la iglesia parroquial de Mahora. Mi tatarabuela se llamaba Lucía
Ruiz y Ruiz Ramírez de Arellano Ladrón de Guevara.
Por lo que he
podido averiguar, murió en la Puebla del Salvador,
provincia de Cuenca, ciega y más pobre que una rata.
Mi madre era valenciana. Nacida casualmente
en Siete Aguas , aunque la familia estaba
asentada en Vallada, otro pueblo también de Valencia enclavado en las faldas de
un imponente pico coronado por un legendario castillo al que nunca me atreví a
subir.
Los ancianos del pueblo siempre contaban que
ambos castillos, el de Vallada y Montesa, el vecino pueblo, estaban comunicados
por un secreto pasadizo que los unía. Incrédulo
como soy, nunca me lo creí.
Por los recuerdos que voy recuperando, a mi
madre le costó adaptarse a las costumbres golosalveñas, pero enseguida se
convirtió en una más de las mujeres del pueblo. Rememoro
con cariño cómo mi madre usaba su lengua materna, cuando, de vez en cuando, un
camión de Vallada venía al pueblo vendiendo naranjas y melones. ¡Quién me iba a decir que con el tiempo sería una lengua que también crecería en mi vida!
Como decía, mientras la vida en Golosalvo transcurría sin grandes
novedades, el mundo reflejaba la complejidad del momento.
Habían pasado cuatro años del final de la
sangrienta Segunda Guerra Mundial. Europa se lamentaba aún de las terribles y profundas heridas de la
guerra.
Pues sí, tenía tres añitos. Era de cabellos rubios, ojos claritos y abundante
melena, como refleja la foto que guardo
del tiempo que pasé en Vallada yendo al colegio de las monjas de la
localidad. Cariñosamente me llamaban “El
manxeguet”.
Mi abuela materna, Carmen Gómez Pla, estaba
muy enferma. La recuerdo siempre en la cama, con los ojos apagados y la
persiana bajada, siempre en penumbra. Padecía y
sufría grande dolores difíciles de aliviar. Casi imposible.
Siendo
ya adolescente, supe que había muerto de cáncer. A mi madre no le gustaba
hablar del tema. Y, siendo yo ya mayor, nunca le quise hacer recordar aquella
etapa de su vida, que era también la mía.
Golosalvo, como muchos pueblos de toda España
celebraba sus fiestas anuales.
El 23 de abril son las fiestas patronales en honor de San Jorge, patrón del
pueblo.
Los golosalveños presumimos de tener una de
las mejores representaciones del santo. Una estatua ecuestre del genial Francisco Salzillo. El acta, que se conserva en la
parroquia, cuenta la historia de cómo el pueblo consiguió que el escultor murciano esculpiera al patrón. La obra, documentada, fue realizada el 1742 por
encargo del cura párroco D. Sebastián Sotto Viala y sufragada por los vecinos
que acogieron la idea y contribuyeron con sus trabajos agrícolas, como nos
describe el cura párroco en el correspondiente libro de fábrica de la parroquia.
Dentro de mis recuerdos adquiere un gran
protagonismo las vísperas de las fiestas. Las mujeres se afanaban en enjalbegar
sus casas decorándolas en su interior con simpáticas y graciosas cenefas. Con
tiempo, mi padre apalabraba a la María, la de Chaleco, a que viniera a
mi casa a hacer el trabajo. María era una mujer de un carácter jovial, alegre y
muy dicharachera. La simpatía le brotaba
en cualquier momento del día. Ya en plenas fiestas, ellas y Juanete, el de la Paquita, tenían su momento triunfal en el baile. La aclamación era total.
Otro de las rituales festeros
consistía en hacer las pastas con las que después de
agasajaba a los invitados: rolletes, mantecaos, magdalenas, mantecaos de caja,
sequillos, galletas y un largo e interminable
etcétera.
A anhelada celebración.
Hablando de Golosalvo se me ha ido el “santo al cielo”. Espero que haya sido San Jorge, al que profeso una profunda simpatía. Un santo mítico sobre el que se han tejido miles de leyendas, aunque en mi pueblo no las tengamos o si las hay, yo las desconozco. Presumimos, sin embargo, de historia y bien documentada.
Os estaréis preguntando quién era la
Ruperta.
El
retrato que yo esbozaría de ella, después de la nebulosa mental de más
de setenta años, me lleva a describirla
como una mujer de Mahora, no de gran estatura, de unos cincuenta años, con una
toca de color negro o tal vez gris oscuro que cubría sus hombros y de profesión
turronera y pastelera. En aquellos momentos,
seguro que yo la percibí como una mujer muy mayor, casi una abuela. Sé también que, para más inri, se
alojaba en casa de mis abuelos cuya vivienda estaba en la plaza.
Doy por supuesto que la amistad que la unía
a mi familia paterna tenía que ver con que parte de ella procedía
de su pueblo. Mi padre y algunos de sus hermanos eran naturales también de
Mahora y, además, mis abuelos habían residido en esta localidad. Sé que tenían un horno.
Instalaba su puesto de dulces, turrones y
peladillas en la plaza de la iglesia. Recuerdo, como si fuera ahora mismo, las mágicas bolsitas transparentes llenas de las
exquisitas peladillas que ellos confitaban. Me encantaban muchísimo y, cuando llegaban las
fiestas, pasaba el tiempo remolineando
al lado del puesto hasta que conseguía que
mi padre o mi madre me comprasen una bolsita que guardaba como un tesoro
y que comía como la exquisitez más
refinada. Sentía, a mis tres años, como que había nacido con esa única misión:
atiborrarme de las crujientes delicias de la Ruperta.
Estaba instalada en un buen sitio, el
mejor, porque por allí pasaba todo el pueblo el día del patrono, cuando iban a
la misa mayor y a la procesión del santo que recorría todo la población.
La pastelería la tenía en Mahora, enfrente
de la “glorieta”, donde en las fiestas patronales del municipio se celebraba el baile, uno de los más
concurridos de toda la “alredorá”. Creo que aún se conserva su casa y que sobre
la puerta principal sigue permaneciendo un escudo de la nobleza.
Ya de mayor, siempre impulsado por mi tremenda
curiosidad, le pregunté repetidamente a mi padre el origen del nombre de Mahora. Su respuesta, invariable, siempre era
la misma. “Mahora viene de la palabra malahora”. Y se quedaba tan ancho.
Aunque su explicación adolecía del más mínimo
criterio histórico, algo de verdad sí que encerraba. Mahora, durante siglos fue lugar de destierro de nobles de la
corte que debían cumplir sus condenas en esta villa. Por esta razón, abundan las casas blasonadas entre las
cuales se encontraba la de mi
tatarabuela Doña Lucía.
El topónimo Mahora desciende del árabe
Nāʻūra que significa“noria”, como muchos otros
municipios de La Manchuela.
Precisamente, una de esas fiestas de la Virgen de Agosto, en la
glorieta, conocí a la Juliette Greco del
pueblo. Una morenaza y lozana moza a cuyos pies caí rendido. La que se armó,
cuando mi padre se enteró que era la hija de Rascallú, un humilde y honrado jornalero al
que nunca conocí.
Clasismo
total y vergonzante en esa época teñida de oscuro y con los pocos rayos
de luz que únicamente provenían de la imaginación de un crío soñador.
En estas fiestas del 1949, como
correspondía a casi todos los del pueblo, había estrenado una capa. El tiempo
que desdibuja los recuerdos me lleva a
recordarla como muy preciosa, de color azul marino, con los ribetes dorados y
que se anudaba al lado del cuello. La foto que ilustra esta historia documenta
esa inmortalizada capa que le trajo,
especialmente a mi madre, los disgustos
que ya os voy a contar.
Sin
encomendarme a nadie, esa mañana de fiestas patronales, salí de mi casa todo
guapo, requetepeinado y con mi capa recién estrenada. Seguro que me sentía un superhéroe de esos que pueblan hoy día miles de películas.
Me figuro que salí en dirección a la vivienda
de mis abuelos.
Todos los festejos se concentraban en la
plaza y presumo también que, más que ir a ver a mis abuelos, lo que pretendía
era echar una buena ojeada a las golosinas,
turrones y peladillas de almendra
tostada de la inolvidable Ruperta.
Tuve que quedarme totalmente extasiado ante
la embriagadora exposición de tantas galguerías a apenas unos centímetros de
mis pequeñas manos.
Todo
un imperio a mi alcance y sin un céntimo
para poder hacerlo mío.
La
turronera, que era una buena conocedora del alma infantil, clavó sus avispados
ojos en mí, al mismo tiempo que
disfrutaba de mi entregado embeleso.
-¡Hola! ¿Cómo te llamas? – me susurró con una impostada dulzura.
Sin duda se percató de mi extasío, ya que
mis ojos permanecían clavados, sin pestañear, en ese codiciado botín de bolsas
llenas de peladillas anudadas con sus vistosos lacitos de chillones colores.
Tan entusiasmado estaba, que no atiné a
responderle que mi nombre era Pepe Luis.
- Veo que
te gustan las peladillas. ¿Tienes dinero para comprar una bolsita? -
me preguntó, intentado sacarme de mi
hechizo.
Como no llevaba ni una mísera peseta, con
cara desolada y casi llorando le respondí que no y yo, a toda costa, quería mis
codiciadas golosinas.
- ¡Hagamos un trato! Tú me das tu preciosa capa y yo te doy, no una bolsa de
peladillas, sino dos. ¿Qué te parece? –me preguntó trasladándome la impresión de que
era un regalo su oferta. ¡Bastante sabía
yo cuál era el significado de esta cruel palabra, trato!
Ni corto
ni perezoso y sin dudarlo un segundo, me quité la capa y se la entregué
sumamente satisfecho del gran negocio que acababa de hacer.
Ya
en posesión de mi tesoro, con las manitas temblorosas y con sumo cuidado, abrí
la primera de las dos bolsitas. Extraje de ella
el ansiado dulce y lo introduje en mi boca ávida de disfrutar del placer
recién conseguido.
Poco después, ya con mis padres esperándome
para asistir a la misa mayor en honor de San Jorge, me preguntaron,
especialmente mi madre, que dónde estaba la capa que acababa de estrenar y que quién me había regalado las dos bolsas
de peladillas.
Con mi lengua incapaz de expresar frases coherentes, conseguí hacerles entender cuál había sido
mi aventura y que la capa la tenía la Ruperta. Era el precio que sin
dudarlo le había pagado.
Me
estuvieron riendo la gracia durante
los tres días que duraron las fiestas y siempre pensando en la broma tan
divertida que me había gastado la
dichosa turronera de Mahora.
Todo
el pueblo estaba enterado del gran negocio que había hecho el benjamín de Pepe, el secretario. Lo que nadie se
imaginaba es que la historia tuviese el final que tuvo.
Y os lo cuento.
Mi madre, la María de Pepe, estaba
convencida que antes de regresar a su pueblo, la Ruperta pasaría por mi casa y
le explicaría la broma gastada y le
devolvería la capa recién estrenada.
Pero no fue así.
Al día siguiente, en la plaza del pueblo, enfrente de casa de
mis abuelos no quedaba ni rastro de la parada de turrones. Mi madre, un tanto
ya mosqueada, se dirigió a casa de mis abuelos para interesarse si la que me
tomó el pelo, siendo un guachillo de tres años, les había dejado la dichosa
capa.
Mi abuela Antonia, cuando le preguntó por
el asunto, con cara compungida le contestó que la Ruperta se había ido por la
mañana tras recoger el puesto y que no
le había dejado ninguna capa de
color azul marino.
Es fácil imaginar la cara que puso mi madre.¡ No lo podía creer!
¡La Ruperta se la había llevado!
Cuando
llegó a casa, totalmente enfurecida, me
echó la bronca padre, pagando el pato mi pobre trasero que se ganó uno
cuantos y merecidos azotes. Después, ya más calmada y entendiendo que la ingenuidad de un niño de tres años no era
la culpable, dirigió su enfado a esta señora que había “profanado” la ingenuidad de un pobre crío.
Esa noche mi madre no durmió.
No le
quedaba más remedio que, al día siguiente, coger el idaivuelta de la
mañana que llegaba a Golosalvo a las
ocho y que provenía de Casas de Ves y
finalizaba en Albacete y que tenía una parada en Mahora.
Lo llamaban el idaivuelta porque era el
recorrido diario que hacía cada día laborable y que conducía un tal Nicomedes.
Pepe, el cobrador, era el que se encargaba de
vender los pasajes una vez instalados los viajeros en el autobús y al
mismo tiempo, realizar los encargos que la gente le hacía.
Recuerdo que tenía do pisos y tenía la parada en la plaza de la iglesia.
Las llegadas de lo que
hoy sería una joya digna de un museo del transporte, era celebrada por toda la
chiquillería del pueblo que corría detrás de él y que, incluso, los más atrevidos trepaban a
través de las escalerilla externa que conducía al segundo piso.
Además, este autobús, alegraba la vida
dormida del pueblo con la llegada de algún viajero o con algún pasajero
que lo esperaba para realizar algún
viaje. Otros dos autobuses, a los que
llamábamos la Requenense, hacían la ruta de Albacete a Valencia y regreso por
la tarde al lugar de origen.
Mahora está a siete kilómetros de
Golosalvo.
Después, siendo ya adolescente, más de una vez me tocó ir a
comprar el pan en bicicleta casa de
Rodolfo porque la Felisa había ya cerrado el horno.
Mi madre, muy disgustada, estaba a la hora
convenida en la plaza esperando el primer idaivuelta.
No
sé si se había preparado lo que le pensaba decir a la Ruperta y, si me lo contó
alguna vez, no lo recuerdo. Posiblemente, dado el carácter vehemente de mi
madre, no le tuvo que ser agradable escuchar las excusas que la Ruperta le dio
intentando ver que simplemente había sido una inocente broma.
El caso es que, al final, recuperó la dichosa capa y la
relación que la turronera tenía con mis abuelos quedó hecha añicos.
Tan escarmentado quedé con esta travesura que es una historia que la rememoro frecuentemente y mis recuerdos la visten de ternura y afecto y al escribirla, como ahora, le doy otra vez
vida.
Navegar por el laberinto de los recuerdos
es tarea difícil y compleja porque la realidad de lo vivido, de lo que llamamos
historia, la complejidad del afecto lo reconvierte
en algo nuevo.
Permanece, eso sí, la melancolía de un
tiempo perdido que, cual edificio derrumbado por el tiempo, queremos reconstruir.
Soñarlo lo vuele a habitar de nuevo.
José Luis López Terol
Somos lo que somos gracias a la suma de nuestros recuerdos de nuestras vivencias y de las experiencias que nos van transformando a lo largo de nuestra vida. Entrañables recuerdos.
ResponderEliminarGran verdad que nos lleva a donde estamos y que siempre nos permite volver. Un abrazo, Ángela María!
EliminarAcabo de leer el escrito o crónica nostálgica que nos has mostrado en tu Blog.
ResponderEliminarMe gustó el contenido y la finura con que has expresado tus recuerdos.
Adjunto te envío, como viajero que eres, el poema titulado «El sentimiento nativo». Puedes leerlo, modificarlo o completar algún vacío.
Un abrazo desde Basel. Aquí seguimos en país neutral, de momento
Adolfina
Muchísimas gracias, Adolfina. Este blog está listo para lo que nos quieras decir o contar. Un abrazoñ
EliminarComparto recuerdos y nostalgias.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Teresa. Besos.
EliminarEn esta autobiografía, que exhala conocimiento de causa, que desprende sabiduría sin salirse de los límites de la elegancia y la cordialidad, asoman presencias vívidas, protagonistas reales de la historia de Golosalvo, pueblito manchego de cielos límpidos, de horizontes infinitos y de gente educada y afable.
ResponderEliminarEstamos ante un relato cautivador con carga de profundidad, preciso, ponderado y bello como el paisaje de Golosalvo. Estamos, asimismo, ante una narración que rescata vocablos arcaizantes, en desuso, del léxico local, del léxico castellano – manchego, que no es otra cosa que el producto lingüístico de la gran inventiva y gran sabiduría de este pueblo único.
Estamos ante un relato que es pura nostálgica de un tiempo feliz que la memoria del autor devuelve al mar en calma de la añoranza y la comprensión.
Emocionante.
Nelson Muñoz Díaz.
Nelson, tienes la habilidad de dominar la palabra, de darle forma y sentido y de crear con ella sentimientos que enraízan con tus propias historias. Gracias por tu precioso comentario.
EliminarY la hoguera?
ResponderEliminarEstamos en los preparativos de las fiestas, aunque mi historia tendrá su protagonismo en su segunda parte. Un fuerte abrazo.
EliminarIncreíble cómo muchos de tus recuerdos han salido de la boca de mi madre, con idénticas palabras y misma melancolía,de algo que fue parte de vuestra vida.Un abrazo manxeguet.
ResponderEliminarMe alegra que formes parte de este viaje a través de tu madre.Gran parte de estos recuerdos son lo que somos ahora.Es nuestra memoria histórica. Tu nombre Abril me lleva a las fiestas de nuestro pueblo y al mismo tiempo me produce un sano morbo por saber quièn eres.
EliminarUn entrañable cuento de unos de esos tan numerosos pueblos españoles durante la posguerra española. Estoy deseando leer más, "manxeguet".
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Pronto continuará.
ResponderEliminarTus memorias de infancia me trasladan a la mía, en Galera.
ResponderEliminarGracias por ese precioso viaje al pasado.
Recuerda que la inmortal Galera fue colonizada por el imperio albacetense. Creo que todos los afectos que nos traen los recuerdos crecen de similar manera en cualquier parte del mundo. Besos grandes.
ResponderEliminarCuando recordar no pueda,
ResponderEliminar¿Dónde mi recuerdo irá?
Una cosa es el recuerdo
y otra cosa recordar.
A. Machado
Como hojarasca que baila sobre la tierra reseca, leo y releo este texto cuyas partículas ventosas me golpean la cara. Porque tus palabras, tejidas con finos hilos son la materia con la que damos sentido a nuestro hoy. Y tus “ayeres” se hacen presente enjalbegando con cariño y dignidad el día a día de ese trozo de nuestra Mancha; porque la Historia se va conformando con pequeños acontecimientos que visten nuestra nuestra geografía vital. Y tu biografía es como esos lebrillos llenos de masa para hornear. Con el enorme respeto y cariño, que bien sabes que te tengo, envidio esos recuerdos, aunque tal vez no todos estén vestidos con ropajes de fino tejido, pero cuando en ocasiones me cuentas pasajes de lo vivido, siento que guardas páginas de una Historia local que ha formado parte de tu ser, que por muy viajados que podamos ser el pueblo, la comarca, y la llanura manchega eran y son tu abrigo.
Lo has dicho muy bien. La hojarasca cubre o empaña muchas veces lo que ella misma esconde .A veces el recuerdo se reencarna en los momentos más inesperados y reconstruye un tiempo a punto de desvanecerse.
ResponderEliminarLas personas que como yo , rondamos edad aproximada a la del autor de este relato , nacimos en pequeñas localidades , tenemos algunos recuerdos comunes . En mi caso , y a mi pesar , sin tanto detalle . Mucho menos de nombres propios , sí de situaciones . Así que gracias a esta lectura y con un mucho de aportación imaginativa , ha servido para realizar una incursión en un tiempo y espacio que difícilmente va a regresar .
ResponderEliminarReconstruir el pasado es casi imposible.Los recuerdos anidan en nosotros y se transforman. Éste,en concreto,aún sin terminar,ha sido mi compañero durante casi toda mi vida. Y más q mi propia historia,es casi una terapia sanadora a base de nostalgias irrecuperables. Un abrazo,Pedro!
EliminarEs divertido saber anécdotas de tu familia que no conocía, espero conocer muchas más. Un beso tío.
ResponderEliminarMe ha encantado, espero leer más historias y anécdotas de la familia, un beso tio
ResponderEliminarVeo que tienes memoria fotográfica para describir tus vivencias con todo lujo de detalles. Seguro que escribir te llena de satisfacción y, al tiempo, haces que mucha gente disfrute de esos recuerdos, por haberlos vivido en todo o en parte o, simplemente como testimonio directo de otros tiempos, cada vez más lejanos. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarRamón
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarMuy bonito!!!!!
ResponderEliminarTu narrativa consigue dos cosas importantes para todo lector. Saborear el buen uso de la lengua e incitarnos a viajar por la propia infancia que, siendo muy diferente, contiene puntos comunes. Me ha encantado.
ResponderEliminarCarmen Magaña
Muy bien, me ha gustado mucho tu relato. Las vivencias de la niñez nunca se olvidan.
ResponderEliminarPepe
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBonito recuerdo, me ha encantado y al final uno se queda con ganas de saber más..., De esas historias del pasado que recordamos con cariño o con sabor agridulce, que nos hacían aprender la lección, en definitiva gracias a ellas hoy somos lo que somos.
ResponderEliminarFelicidades muy bien expresado y contado.
Un saludo
Rosa
Precioso, entrañable y colorista retrato de una época, de tu memoria. Desprende un aroma a dulzura e ingenuidad de un pequeño niño, que lo más importante para él, en ese momento eran esas hipnóticas y coloridas golosinas,sobre todo,desprende mucho AMOR.(Yo también habría entregado la capa por tan ricos y dulces almibares)
ResponderEliminarMe han encantado tus recuerdos.
Entrañables recuerdos salpicados de dulzor, ingenuidad y ternura. Mucho Amor hay en estos bonitos momentos de tu más tierna infancia. Parece que te estoy viendo con la mirada ingenua y deseosa de tan ricas golosinas. Me ha encantado. Yo habría dado esa bonita capa e incluso vendido mi alma por tan deliciosos dulces ������������
ResponderEliminarEntrañable historia.Es la niñez que hemos vivido, yo cambio las peladillas, por pipas de girasol
ResponderEliminarRepito, bella historia.
Lola
¡¡¡Qué de recuerdos con tan solo tres años !!! Gozas de una gran memoria.....¡¡¡Enhorabuena!! Un abrazo
ResponderEliminarTere AB
Bella historia ,muy bien narrada,eres un crack!!!!!.
ResponderEliminarAmador
Me encanta. Creo que todos deberiamos retroceder hasta encontrar ese puntito en el recuerdo. Al fin y al cabo es nuestra historia
ResponderEliminarJL Cifuentes
José Luis, suscribo lo dicho por tu tocayo Cifuentes.
ResponderEliminarMe lo apunto como deberes futuros aunque nunca podré alcanzar tu nivel literario.
Felicidades por el escrito y por habérnoslo ‘regalado’.
JA Muñoz
Me encanta que me cuenten historias, recuerdos...
ResponderEliminarPersonalmente y con algunas excepciones, me atrapa más la memoria que la fantasía.
Cristina
Els records i les vivències infantils escrites amb naturalitat i senzillesa, com has fet en aquest relat, són emotives i diuen molt dels sentiment de la persona que els escriu, gràcies
ResponderEliminarEls records i vivències, escrites d'una manera tant entenedora, senzilla i natural, diuen molt de la sensibilitat del autor.. Gràcies
ResponderEliminarMe ha gustado mucho Pepe Luis. Tú historia tal y como la relatas. Es preciosa y me trae grandes recuerdos. Cierro los ojos y veo la procesión del Santo y todo lo que dices es como yo viví aquellos años. PRECIOSO!!!
ResponderEliminarIsabel M.
Yo no recuero a esa tal Ruperta, llegué al pueblo en 1952 y el turrunero era sandalio, asi lo conociamos. La historieta de la capa azul marino me ha encantado. Emotivos recuerdos. Un abrazo.
ResponderEliminarPatrín
Sabor y casi olor de nuestra infancia hecha de retazos unicos donde todos podemos reconocernos. Asi se d/escribe nuestra geografía y nuestra historia...desde dentro. Gracias
ResponderEliminarAntonio Pina
Buenos días!
ResponderEliminarPepe Luis, leí con tranquilidad tu escrito literario “Ruperta, la turronera”. Emocionante. Es de aquellos fragmentos de lectura que no puedes dejarlo hasta ver el desenlace.
Fue también un gran recuerdo de mi infancia. Vas haciendo memoria y rememoras aquellos tiempos.
Deberíamos escribirlos. Que gran ejercicio. Nos iría bien para la edad.
Un abrazo muy fuerte.
Jesús Val
José Luis, una narración emotiva y con mucha nostàlgia. Todos tenemos nuestra historia y es muy bonito recordar, porque la niñez nunca se olvida. Un abrazo
ResponderEliminarMaite Monné
Precioso relato José Luis. Has conseguido lo que es muy difícil: hacer grande y noble lo sencillo. Felicidades.
ResponderEliminarManolo
Qué bien escribes. Muchos recuerdos tuyos los comparto. Me acuerdo de muchos de esos momentos. Un saludo
ResponderEliminarTere López
Me ha encantado leer tu historia,yo también tengo en mi niñez a tus padres sobre todo a tu madre ,María una grandísima mujer que me quiso mucho y yo a ella,cómo mi familia y tu también un beso.
ResponderEliminarJosefina Cebrián
Tu estilo( lo he leído por completo...)es un encanto .
ResponderEliminarNo mueren los recuerdos, los elevas al nivel del corazón para siempre.
Isabelle Seboul
Genial José Luís !!! , fantástico viaje a los recuerdos que son la "realidad " de la que estamos hechos. Gracias por plasmarlos en letras y compartirlos.
ResponderEliminarPedro Pérez
Muy emotivo el relato de un tiempo pasado, cuyos protagonistas, un niño ingenuo, una capa y una turronera, no dejan de definir a la perfección lo que es el sentimiento de la nostalgia.
ResponderEliminarGracias por compartir ese maravilloso recuerdo.
Varias veces he leído el largo texto de esa Ruperta que se llevó la inocencia de José Luis a cambio de una capa azul. Creo que el primer verso de Machado “mi infancia son recuerdos de un patio de…”, es completamente aplicable a cualquiera que guarde en su memoria los patios y corrales, las calles sin asfaltar escupiendo polvo cuando los niños jugaban a la pelota sin miedo a nada, y menos a los escasos coches que atravesaran sus polvorientas calles. José Luis siempre se ríe de mí, por ser de capital, de Albacete. Y cuando abre su memoria y la deja vagar por ese pueblo tan importante y querido para él, yo me extasío con sus relatos como él lo hacía con las peladillas de la Ruperta. Tiene, para mí, ese hurto abierto y descarado la lectura que rara vez damos a diferenciar “precio” y “valor”, de ahí que ese niño de 3 años valorara mucho más el dulzor peladillesco que el trabajo o el precio que sus padres hubieran pagado por esa “condenada capa”. Hay otra cosa que como mujer ya mayor me gusta de ese texto. En esa época de oscurantismo, época en que la mujer importaba menos que un carro de arena, su madre, María, es la que va en el autobús de línea a recuperar la capa que la Ruperta ha robado a su hijo. Valiente y decidida, sólo con su voz y su dignidad vuelve a Golosalvo con la capa azul. Supongo que las añoranzas son propias de personas que ya hemos traspasado muchas fronteras, pero recordar nos permite ser conscientes de que formamos parte de un todo mucho más grande que las regiones y las naciones.
ResponderEliminarGracias a todos los que con vuestros inspirados comentarios habéis enriquecido este viaje al pasado en ese diminuto pueblo de Golosalvo del que no consigo (ni lo pretendo) alejarme. Esta pandemia que estamos viviendo, y más en las grandes ciudades, pesa demasiado en una vida que hemos disfrutado y que posiblemente ahora no nos aporta nada. Quizás por eso, empezamos a proyectar nuestra mirada en esos pequeños lugares donde se cobija la paz, la tranquilidad y la simplicidad del descanso. Tal vez este relato es una sugerencia profética que preconiza volver a los orígenes, reinstalarse en ellos como un nuevo proyecto de felicidad.
ResponderEliminarNada mejor que recordar los versos de Fray Luis de León
“«¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruïdo, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!» (Fray Luis de León, oda «Vida retirada)
Hola José Luis,
ResponderEliminarHe leído con mucho interés la historia de la Ruperta que me ha resultado muy conmovedora. Se encuentra la ingenuidad de la infancia y unas pinceladas secretas como por ejemplo cuando te caíste rendido a los pies de la morenaza… Pero seguro que no tuvo la intención la Ruperta de guardar para ella la capa.
Varias veces, tuve que consultar el diccionario porque empleas un lenguaje elegido pero eso me permite aprender un buen vocabulario. Gracias. Creo que vas a entrar en competición conmigo. Tu español va rivalizar con el mío y sin duda es lo de un gran escritor como fue quien sabes de la Mancha.
Un abrazo
Rob