Blog de reflexión sobre la vida social, cultural y política de España y del mundo. Abierto a cualquier mentalidad instalada en el respeto y la tolerancia. Abierto al debate constructivo y a la amistad.
martes, 18 de agosto de 2020
RESPETO,DIGNIDAD,LIBERTAD
En esta época de rara existencia, en la que los miedos han ido penetrando e hiriendo cuerpos y almas, leer la entrevista que te hicieron en el lejano pasado en el Dominical de El País, y la que te ha hecho La Tribuna de Albacete y publicada el domingo 16 de agosto del 2020, siento que hay un hilo que une ambos tiempos y contextualiza aspectos morales y éticos que el paso de los años no ha desdibujado.
Guardo la entrevista que te hicieron en el País y a mi lado está tu libro, el que me regalaste y dedicaste con unas palabras que sé muy bien atesoras en tu corazón.
Me ha gustado mucho las palabras que dedicas a P. Casaldàliga porque su labor cristiana nunca tuvo carácter doctrinario; por lo que tú dices, tanto Casaldàliga como Vicente Cañas integraron su vida a la que vivían las tribus de las que entraron a formar parte. Fueron “asimilados” a su cultura, a su forma de entender y comprender su mundo sin intentar “civilizarlos”; el mundo que casi despreciaban y ninguneaban las élites religiosas oficiales y los grandes poderes políticos y económicos. Élites religiosas que viven de manera casi obscena y que se han olvidado de las palabras de Cristo; ellos, que a diferencia de Casaldàliga y Vicente Cañas representan en todo el mundo católico la peor imagen de la iglesia. Los tentáculos del poder político que queman y asfixian dejando sin espacio vital a grupos humanos cada vez más perseguidos. La globalización indiscriminada, sin criterios éticos, sólo económicos y mercantiles está acabando con la dignidad de aquellos que no se pliegan a sus líneas de pensamiento y acción.
Una vez más te felicito y te doy las gracias por compartir tus palabras e ideas, alejadas de manipulaciones ideológicas.
Gracias.
CARMEN SÁNCHEZ
martes, 12 de mayo de 2020
EL GRAN TEATRO DEL MUNDO
En el gran teatro del mundo “todos sueñan lo
que son,
aunque ninguno lo entiende”.
No estuve presente en el casamiento de mi tío David. Me reservo las razones y el análisis. No fui asistente a ese acto civil que ha quedado reflejado en la fotografía, un día trascendente en la vida del hermano más amable que tuvo nuestra madre, un ser humano que desplegaba amabilidad tras un rostro armonioso y sonriente.
Conozco algo de la historia de estos
personajes de la foto, mucho más de lo que todos juntos supieron, si es que
alguna vez se enteraron, de una milésima parte de lo que pasaba en mi
existencia de adolescente retraído.
Observo un cierto gozo en los novios, con
una sonrisa de esperanza en sus rostros, pensando, tal vez, en los días
venideros, en un contexto de formalidad burocrática, en el cual asoma la
curiosidad de mi tía Yolanda, una mujer bella que por aquellos años todavía no
se había casado.
Corría la década de los cincuenta. Uruguay comenzaba a hundirse, entre el aburrimiento y la ausencia de conciencia social, poco a poco, en el pantano de un subdesarrollo con peculiaridades nacionales, ciertamente diferentes al resto del escenario socio-político de América Latina, en una complejidad sociológica, laboral, cultural y económica que posiblemente no alcanzaron a percibir, por falta de oportunidades, ninguno de los asistentes a dicho acto social, todos ellos miembros activos de la clase obrera uruguaya.
La foto ha congelado un acontecimiento social, más que un acto civil formal en el que contraen matrimonio dos jóvenes apuestos llenos de anhelos. Prueba de ello, es la elegancia de los concurrentes a la ceremonia y la seriedad que por lo visto flotaba en el recinto.
¿Qué es la vida? Un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.
Corría la década de los cincuenta. Uruguay comenzaba a hundirse, entre el aburrimiento y la ausencia de conciencia social, poco a poco, en el pantano de un subdesarrollo con peculiaridades nacionales, ciertamente diferentes al resto del escenario socio-político de América Latina, en una complejidad sociológica, laboral, cultural y económica que posiblemente no alcanzaron a percibir, por falta de oportunidades, ninguno de los asistentes a dicho acto social, todos ellos miembros activos de la clase obrera uruguaya.
La foto ha congelado un acontecimiento social, más que un acto civil formal en el que contraen matrimonio dos jóvenes apuestos llenos de anhelos. Prueba de ello, es la elegancia de los concurrentes a la ceremonia y la seriedad que por lo visto flotaba en el recinto.
¿Qué es la vida? Un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.
NELSON MUÑOZ DÍAZ (Escritor y filósofo )
domingo, 3 de mayo de 2020
LA FOTOGRAFÍA ( CEREZAS Y ALBARICOQUES )
(LA FOTOGRAFÍA )
CEREZAS Y ALBARICOQUES
CEREZAS Y ALBARICOQUES
¿En qué paisajes bucólicos habrán brotado estas cerezas y albaricoques que coronan este plato español? ¿Dónde habrán fraguado su belleza vegetal, perecedera, tan propensa a la caída? ¿En qué paraíso de fragancias y sabores compusieron su atracción y concertaron su armonía?
Para los días del final quiero un huerto con cerezos y albaricoques como los que hay en esta composición, en todo su esplendor, repartidos en un paisaje sin ocasos tempestuosos ni tinieblas, donde apenas discurra el silencio.
Para las horas del fin, la espera en un paisaje donde pueda hacer más llevaderos los instantes postreros de la vida.
Luz, lluvia, roca, desierto, un día sin mar, una noche que no enfríe el relente, un bosque sin caminos, una campiña de horizontes altos y un huerto enmarañado donde pueda ocultarme, donde no sea sustento de la aves, donde nada impida que me integre en la tierra.
Año 2017, fin del verano en Albacete.
NELSON MUÑOZ DÍAZ (Escritor y filósofo )
lunes, 3 de febrero de 2020
RUPERTA, LA TURRONERA I y II
1949
Tenía yo tres años.
Tenía yo tres años.
Diez
años del final de la guerra civil
española.
Las heridas y las consecuencias de tan
terrible guerra pernoctaban en cada familia, aunque, en apariencia, todo era un
remanso de paz. Quizás, al ser el pueblo tan pequeñito, no existía conciencia
del terrible drama que el país acababa de sufrir.
Golosalvo, el diminuto pueblo en el que yo
nací, dormitaba en la placidez de una pequeña
comunidad en la que todo el mundo se conocía.
Mis padres eran Pepe, el secretario y María,
la mujer del secretario.
Mi padre había nacido en Mahora, localidad
cercana a nuestro pueblo. Tuvo que tener el municipio vecino etapas de gran
esplendor social, como lo demuestra la gran cantidad de casas con escudos nobiliarios. Mi misma familia
pertenecía a una de esos linajes cuya nobleza queda refleja en la Capilla de
los Ruices, en la iglesia parroquial de Mahora. Mi tatarabuela se llamaba Lucía
Ruiz y Ruiz Ramírez de Arellano Ladrón de Guevara.
Por lo que he
podido averiguar, murió en la Puebla del Salvador,
provincia de Cuenca, ciega y más pobre que una rata.
Mi madre era valenciana. Nacida casualmente
en Siete Aguas , aunque la familia estaba
asentada en Vallada, otro pueblo también de Valencia enclavado en las faldas de
un imponente pico coronado por un legendario castillo al que nunca me atreví a
subir.
Los ancianos del pueblo siempre contaban que
ambos castillos, el de Vallada y Montesa, el vecino pueblo, estaban comunicados
por un secreto pasadizo que los unía. Incrédulo
como soy, nunca me lo creí.
Por los recuerdos que voy recuperando, a mi
madre le costó adaptarse a las costumbres golosalveñas, pero enseguida se
convirtió en una más de las mujeres del pueblo. Rememoro
con cariño cómo mi madre usaba su lengua materna, cuando, de vez en cuando, un
camión de Vallada venía al pueblo vendiendo naranjas y melones. ¡Quién me iba a decir que con el tiempo sería una lengua que también crecería en mi vida!
Como decía, mientras la vida en Golosalvo transcurría sin grandes
novedades, el mundo reflejaba la complejidad del momento.
Habían pasado cuatro años del final de la
sangrienta Segunda Guerra Mundial. Europa se lamentaba aún de las terribles y profundas heridas de la
guerra.
Pues sí, tenía tres añitos. Era de cabellos rubios, ojos claritos y abundante
melena, como refleja la foto que guardo
del tiempo que pasé en Vallada yendo al colegio de las monjas de la
localidad. Cariñosamente me llamaban “El
manxeguet”.
Mi abuela materna, Carmen Gómez Pla, estaba
muy enferma. La recuerdo siempre en la cama, con los ojos apagados y la
persiana bajada, siempre en penumbra. Padecía y
sufría grande dolores difíciles de aliviar. Casi imposible.
Siendo
ya adolescente, supe que había muerto de cáncer. A mi madre no le gustaba
hablar del tema. Y, siendo yo ya mayor, nunca le quise hacer recordar aquella
etapa de su vida, que era también la mía.
Golosalvo, como muchos pueblos de toda España
celebraba sus fiestas anuales.
El 23 de abril son las fiestas patronales en honor de San Jorge, patrón del
pueblo.
Los golosalveños presumimos de tener una de
las mejores representaciones del santo. Una estatua ecuestre del genial Francisco Salzillo. El acta, que se conserva en la
parroquia, cuenta la historia de cómo el pueblo consiguió que el escultor murciano esculpiera al patrón. La obra, documentada, fue realizada el 1742 por
encargo del cura párroco D. Sebastián Sotto Viala y sufragada por los vecinos
que acogieron la idea y contribuyeron con sus trabajos agrícolas, como nos
describe el cura párroco en el correspondiente libro de fábrica de la parroquia.
Dentro de mis recuerdos adquiere un gran
protagonismo las vísperas de las fiestas. Las mujeres se afanaban en enjalbegar
sus casas decorándolas en su interior con simpáticas y graciosas cenefas. Con
tiempo, mi padre apalabraba a la María, la de Chaleco, a que viniera a
mi casa a hacer el trabajo. María era una mujer de un carácter jovial, alegre y
muy dicharachera. La simpatía le brotaba
en cualquier momento del día. Ya en plenas fiestas, ellas y Juanete, el de la Paquita, tenían su momento triunfal en el baile. La aclamación era total.
Otro de las rituales festeros
consistía en hacer las pastas con las que después de
agasajaba a los invitados: rolletes, mantecaos, magdalenas, mantecaos de caja,
sequillos, galletas y un largo e interminable
etcétera.
A anhelada celebración.
Hablando de Golosalvo se me ha ido el “santo al cielo”. Espero que haya sido San Jorge, al que profeso una profunda simpatía. Un santo mítico sobre el que se han tejido miles de leyendas, aunque en mi pueblo no las tengamos o si las hay, yo las desconozco. Presumimos, sin embargo, de historia y bien documentada.
Os estaréis preguntando quién era la
Ruperta.
El
retrato que yo esbozaría de ella, después de la nebulosa mental de más
de setenta años, me lleva a describirla
como una mujer de Mahora, no de gran estatura, de unos cincuenta años, con una
toca de color negro o tal vez gris oscuro que cubría sus hombros y de profesión
turronera y pastelera. En aquellos momentos,
seguro que yo la percibí como una mujer muy mayor, casi una abuela. Sé también que, para más inri, se
alojaba en casa de mis abuelos cuya vivienda estaba en la plaza.
Doy por supuesto que la amistad que la unía
a mi familia paterna tenía que ver con que parte de ella procedía
de su pueblo. Mi padre y algunos de sus hermanos eran naturales también de
Mahora y, además, mis abuelos habían residido en esta localidad. Sé que tenían un horno.
Instalaba su puesto de dulces, turrones y
peladillas en la plaza de la iglesia. Recuerdo, como si fuera ahora mismo, las mágicas bolsitas transparentes llenas de las
exquisitas peladillas que ellos confitaban. Me encantaban muchísimo y, cuando llegaban las
fiestas, pasaba el tiempo remolineando
al lado del puesto hasta que conseguía que
mi padre o mi madre me comprasen una bolsita que guardaba como un tesoro
y que comía como la exquisitez más
refinada. Sentía, a mis tres años, como que había nacido con esa única misión:
atiborrarme de las crujientes delicias de la Ruperta.
Estaba instalada en un buen sitio, el
mejor, porque por allí pasaba todo el pueblo el día del patrono, cuando iban a
la misa mayor y a la procesión del santo que recorría todo la población.
La pastelería la tenía en Mahora, enfrente
de la “glorieta”, donde en las fiestas patronales del municipio se celebraba el baile, uno de los más
concurridos de toda la “alredorá”. Creo que aún se conserva su casa y que sobre
la puerta principal sigue permaneciendo un escudo de la nobleza.
Ya de mayor, siempre impulsado por mi tremenda
curiosidad, le pregunté repetidamente a mi padre el origen del nombre de Mahora. Su respuesta, invariable, siempre era
la misma. “Mahora viene de la palabra malahora”. Y se quedaba tan ancho.
Aunque su explicación adolecía del más mínimo
criterio histórico, algo de verdad sí que encerraba. Mahora, durante siglos fue lugar de destierro de nobles de la
corte que debían cumplir sus condenas en esta villa. Por esta razón, abundan las casas blasonadas entre las
cuales se encontraba la de mi
tatarabuela Doña Lucía.
El topónimo Mahora desciende del árabe
Nāʻūra que significa“noria”, como muchos otros
municipios de La Manchuela.
Precisamente, una de esas fiestas de la Virgen de Agosto, en la
glorieta, conocí a la Juliette Greco del
pueblo. Una morenaza y lozana moza a cuyos pies caí rendido. La que se armó,
cuando mi padre se enteró que era la hija de Rascallú, un humilde y honrado jornalero al
que nunca conocí.
Clasismo
total y vergonzante en esa época teñida de oscuro y con los pocos rayos
de luz que únicamente provenían de la imaginación de un crío soñador.
En estas fiestas del 1949, como
correspondía a casi todos los del pueblo, había estrenado una capa. El tiempo
que desdibuja los recuerdos me lleva a
recordarla como muy preciosa, de color azul marino, con los ribetes dorados y
que se anudaba al lado del cuello. La foto que ilustra esta historia documenta
esa inmortalizada capa que le trajo,
especialmente a mi madre, los disgustos
que ya os voy a contar.
Sin
encomendarme a nadie, esa mañana de fiestas patronales, salí de mi casa todo
guapo, requetepeinado y con mi capa recién estrenada. Seguro que me sentía un superhéroe de esos que pueblan hoy día miles de películas.
Me figuro que salí en dirección a la vivienda
de mis abuelos.
Todos los festejos se concentraban en la
plaza y presumo también que, más que ir a ver a mis abuelos, lo que pretendía
era echar una buena ojeada a las golosinas,
turrones y peladillas de almendra
tostada de la inolvidable Ruperta.
Tuve que quedarme totalmente extasiado ante
la embriagadora exposición de tantas galguerías a apenas unos centímetros de
mis pequeñas manos.
Todo
un imperio a mi alcance y sin un céntimo
para poder hacerlo mío.
La
turronera, que era una buena conocedora del alma infantil, clavó sus avispados
ojos en mí, al mismo tiempo que
disfrutaba de mi entregado embeleso.
-¡Hola! ¿Cómo te llamas? – me susurró con una impostada dulzura.
Sin duda se percató de mi extasío, ya que
mis ojos permanecían clavados, sin pestañear, en ese codiciado botín de bolsas
llenas de peladillas anudadas con sus vistosos lacitos de chillones colores.
Tan entusiasmado estaba, que no atiné a
responderle que mi nombre era Pepe Luis.
- Veo que
te gustan las peladillas. ¿Tienes dinero para comprar una bolsita? -
me preguntó, intentado sacarme de mi
hechizo.
Como no llevaba ni una mísera peseta, con
cara desolada y casi llorando le respondí que no y yo, a toda costa, quería mis
codiciadas golosinas.
- ¡Hagamos un trato! Tú me das tu preciosa capa y yo te doy, no una bolsa de
peladillas, sino dos. ¿Qué te parece? –me preguntó trasladándome la impresión de que
era un regalo su oferta. ¡Bastante sabía
yo cuál era el significado de esta cruel palabra, trato!
Ni corto
ni perezoso y sin dudarlo un segundo, me quité la capa y se la entregué
sumamente satisfecho del gran negocio que acababa de hacer.
Ya
en posesión de mi tesoro, con las manitas temblorosas y con sumo cuidado, abrí
la primera de las dos bolsitas. Extraje de ella
el ansiado dulce y lo introduje en mi boca ávida de disfrutar del placer
recién conseguido.
Poco después, ya con mis padres esperándome
para asistir a la misa mayor en honor de San Jorge, me preguntaron,
especialmente mi madre, que dónde estaba la capa que acababa de estrenar y que quién me había regalado las dos bolsas
de peladillas.
Con mi lengua incapaz de expresar frases coherentes, conseguí hacerles entender cuál había sido
mi aventura y que la capa la tenía la Ruperta. Era el precio que sin
dudarlo le había pagado.
Me
estuvieron riendo la gracia durante
los tres días que duraron las fiestas y siempre pensando en la broma tan
divertida que me había gastado la
dichosa turronera de Mahora.
Todo
el pueblo estaba enterado del gran negocio que había hecho el benjamín de Pepe, el secretario. Lo que nadie se
imaginaba es que la historia tuviese el final que tuvo.
Y os lo cuento.
Mi madre, la María de Pepe, estaba
convencida que antes de regresar a su pueblo, la Ruperta pasaría por mi casa y
le explicaría la broma gastada y le
devolvería la capa recién estrenada.
Pero no fue así.
Al día siguiente, en la plaza del pueblo, enfrente de casa de
mis abuelos no quedaba ni rastro de la parada de turrones. Mi madre, un tanto
ya mosqueada, se dirigió a casa de mis abuelos para interesarse si la que me
tomó el pelo, siendo un guachillo de tres años, les había dejado la dichosa
capa.
Mi abuela Antonia, cuando le preguntó por
el asunto, con cara compungida le contestó que la Ruperta se había ido por la
mañana tras recoger el puesto y que no
le había dejado ninguna capa de
color azul marino.
Es fácil imaginar la cara que puso mi madre.¡ No lo podía creer!
¡La Ruperta se la había llevado!
Cuando
llegó a casa, totalmente enfurecida, me
echó la bronca padre, pagando el pato mi pobre trasero que se ganó uno
cuantos y merecidos azotes. Después, ya más calmada y entendiendo que la ingenuidad de un niño de tres años no era
la culpable, dirigió su enfado a esta señora que había “profanado” la ingenuidad de un pobre crío.
Esa noche mi madre no durmió.
No le
quedaba más remedio que, al día siguiente, coger el idaivuelta de la
mañana que llegaba a Golosalvo a las
ocho y que provenía de Casas de Ves y
finalizaba en Albacete y que tenía una parada en Mahora.
Lo llamaban el idaivuelta porque era el
recorrido diario que hacía cada día laborable y que conducía un tal Nicomedes.
Pepe, el cobrador, era el que se encargaba de
vender los pasajes una vez instalados los viajeros en el autobús y al
mismo tiempo, realizar los encargos que la gente le hacía.
Recuerdo que tenía do pisos y tenía la parada en la plaza de la iglesia.
Las llegadas de lo que
hoy sería una joya digna de un museo del transporte, era celebrada por toda la
chiquillería del pueblo que corría detrás de él y que, incluso, los más atrevidos trepaban a
través de las escalerilla externa que conducía al segundo piso.
Además, este autobús, alegraba la vida
dormida del pueblo con la llegada de algún viajero o con algún pasajero
que lo esperaba para realizar algún
viaje. Otros dos autobuses, a los que
llamábamos la Requenense, hacían la ruta de Albacete a Valencia y regreso por
la tarde al lugar de origen.
Mahora está a siete kilómetros de
Golosalvo.
Después, siendo ya adolescente, más de una vez me tocó ir a
comprar el pan en bicicleta casa de
Rodolfo porque la Felisa había ya cerrado el horno.
Mi madre, muy disgustada, estaba a la hora
convenida en la plaza esperando el primer idaivuelta.
No
sé si se había preparado lo que le pensaba decir a la Ruperta y, si me lo contó
alguna vez, no lo recuerdo. Posiblemente, dado el carácter vehemente de mi
madre, no le tuvo que ser agradable escuchar las excusas que la Ruperta le dio
intentando ver que simplemente había sido una inocente broma.
El caso es que, al final, recuperó la dichosa capa y la
relación que la turronera tenía con mis abuelos quedó hecha añicos.
Tan escarmentado quedé con esta travesura que es una historia que la rememoro frecuentemente y mis recuerdos la visten de ternura y afecto y al escribirla, como ahora, le doy otra vez
vida.
Navegar por el laberinto de los recuerdos
es tarea difícil y compleja porque la realidad de lo vivido, de lo que llamamos
historia, la complejidad del afecto lo reconvierte
en algo nuevo.
Permanece, eso sí, la melancolía de un
tiempo perdido que, cual edificio derrumbado por el tiempo, queremos reconstruir.
Soñarlo lo vuele a habitar de nuevo.
José Luis López Terol
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