OTOÑO EN ALBACETE

OTOÑO EN ALBACETE
Fiesta del Árbol

lunes, 11 de marzo de 2013

VOLVER



Anoche, disfrutando y emocionándome otra vez con la película de Pedro Almodóvar “Volver”, recordaba el verano de 2005. Julio exactamente.
Veranos inclementes los manchegos. Ardor que penetra por los huesos y que derrumba hasta a los más valientes. Luz cegadora en un cielo que recupera su inmenso azul en los amaneceres y cuando el sol, al atardecer, emprende su diario y cansino viaje.
 Los veranos en Albacete capital son, al menos para mí, insufribles. El mundo despierta muy de mañana al cobijo del frescor matutino para después refugiarse  en la protección de su  guarida. Tiempo de largas y formidables siestas. De libros esperando su lectura, de persianas  caídas intentando atrapar el  casi imperceptible  frescor de la penumbra. Calles solitarias  inundadas de un fuego abrasador que devora la mínima energía que   el calor no había osado robar. Casi agradecida, la gente busca la sombra en busca de una brisa que no llega  de un mar distante y ajeno a la llanura manchega. Calma absoluta y agobiante. Suspiros estrangulados por  un silencio resignado.
Recuerdo que en uno  de los veranos que pasé en la tórrida Al-Basit vino a visitarme mi amiga  Rita.
Desde su   lluviosa y fría Holanda era imposible pensar que el verano mesetario en nada se le parecía al que ella   acostumbraba. A las cuatro de la tarde se le ocurrió  la indigesta idea  de  salir a tomar algo. A pesar de mis advertencias y súplicas en las que le explicaba que a esa hora la ciudad era un cementerio, que las piedras emanaban fuego, que la sofoquina era irresistible y que no veríamos  ni una sola alma en la ciudad, se empeñó en la aventura. (Un suicidio canicular era lo que yo sentía).
Efectivamente, salimos.
Nada más abrir la puerta de la calle, Rita se sintió abofeteada por la tremenda ola de altísima temperatura que se quedó  parada e instalada en su cara. Su rostro, de suavidad casi nórdica, enrojeció súbitamente y su voz  se transformó en un susurro.
Apenas pudo farfullar un “tienes razón” y regresamos a casa.

Por mucho que lo intento, no consigo recordar qué  motivos  me habían retenido en  ese Albacete  sediento del verano del 2005. Verano tórrido como casi todos, donde el clima nos castigaba  con  sus  indecentes cuarenta y cuatro  grados en las horas centrales  del día.
Carmen Sánchez estaba pasando unos días en la  Nueva York de La Mancha, como muy bien la había definido Azorín. Y es cierto, porque, encaminando la ciudad desde la bajada  de  Chinchilla, Albacete recorta en el horizonte su silueta más neoyorquina. Su familia y especialmente  su madre, Faustina, albaceteña de El Jardín, eran  el único objeto de su visita. Vivía en Barcelona y, siempre que podía, se acercaba a la ciudad manchega para compartir  con ella días de cercanía y añoranzas.
Se me ocurrió la estrafalaria idea de hacer un recorrido por la que denominamos la Ruta de Don Quijote. Un itinerario muy “sui generis”, ya que, en realidad, nos lo inventamos  sin seguir los más mínimos criterios  geográficos, históricos, literarios o documentales. Y decía estrafalaria, porque a nadie en su sano juicio se le  habría ocurrido tal cosa en el mes de julio y en Albacete.
La realidad  es que  ninguna de mis compinches de aventura puso la más mínima objeción, ni siquiera Faustina, ejemplo de  sensatez y discreción. Sé que a  ella, más que a nadie, le sedujo la idea.
Ambas, madre e hija, aceptaron con agrado aquel loco  viaje.

Quedamos en madrugar para evitar el sofoco veraniego  y, reconfortados con el aire acondicionado de mi Fiat  Stylo, emprendimos la  marcha sin un destino claro, aunque sí seguros de no perdernos dos emblemáticas ciudades manchegas: Villanueva de los Infantes y Almagro.
Curiosamente, la  nacional  322 que nos llevaba en dirección a Alcaraz nos regaló la aparición inesperada de El Jardín, minúscula patria chica de Faustina. Nada mejor que desayunar en el bar merendero de la carretera,  a la sombra de la parra que cubría la entrada  y con la música monótona  y tontorrona del volar incontrolado de miles de  sudorosas y fastidiosas avispas.
Café con leche y sabrosas tortas de manteca y la recuperación de Faustina de parte de su infancia.  Una infancia ya lejana en el tiempo y que anidó de nuevo en su memoria. Remembranza  histórica recuperada  a través de un paisaje que se colaba a través de las cortinas  y de aquellas tortas que le devolvieron lejanos sabores   que, aunque antiguos, los sintió como nuevos y más vivos que nunca.
Creo recordar que,  a pesar de que El jardín está a pocos quilómetros de Albacete, Faustina nunca había vuelto a su aldea natal. No sé si fue simple indolencia o el rechazo a un viaje simbólico al mundo de los ancestros que  sabía que no era ya el suyo. Creo poder afirmar que, de regreso,  la Fausta se llevó sus recuerdos a cuestas y para siempre.
Almagro nos recibió  envuelto en  un enorme ajetreo. Un ir y venir de gentes, electricistas, técnicos de sonido,  focos, cámaras, atrezzo, enormes tráileres habían tomado posesión de la ciudad.  Almagro presumía, y con razón y orgullo, de su preciosa plaza flamenca  y de su histórico y bien conservado corral de comedias. Hoy  día constituye el único ejemplo de teatro íntegramente conservado en el mundo de  esta clase de  espacio escénico tan frecuente en la España del XVII.
No era el Festival Internacional de Teatro Clásico que cada año se celebra en esta ciudad  manchega el que había invadido sus calles y plazas; eran el director  internacional de cine del pueblo vecino de Calzada de Calatrava, Pedro Almodóvar, y todo su equipo que estaban rodando su película “Volver”. Junto a  Pedro estaban Penélope Cruz, Lola Dueñas, Blanca Portillo (a la que no vimos), Yohana Cobo y se supone que Carmen Maura y Chus Lampreave a las que tampoco tuvimos la oportunidad de admirar y de las que me considero un sumo admirador, así como de todo el cine de Almodóvar.  Sus estrenos son siempre para mí,  además de un acontecimiento cultural, un regalo que espero ansiosamente.
Para dos cinéfilos de pro, como éramos y seguimos siendo Carmen y el que escribe esta pequeña crónica, perdernos  el rodaje de la película era  un pecado de imposible absolución. Así que, ni cortos ni perezosos, nos acercamos a esa enorme amalgama de focos y cables que cubría la puerta de una hermosa casa labriega en la que supuestamente vivía la tía Paula, o sea, Chus Lampreave.
En aquella época no tenía aún la cámara de la que dispongo ahora y que habría llamado excesivamente la atención del equipo de seguridad del rodaje de la  película. Una pequeña cámara digital Pentax, no mayor que mi mano, derecha era suficiente.
En la escena que estaban rodando, Penélope Cruz acompañada de Lola Dueñas, su hermana en la ficción cinematográfica y Yohana Cobo, su hija en la cinta, llegaban desde Madrid para visitar sorpresivamente a la tía Paula.
Penélope aumentaba su trasero con una prótesis que engordaba su figura, más al estilo de las mujeres lugareñas, llamaba a la puerta de la tía seguidas por su hija y hermana. Vestida con una falda de cuadros y un jersey  ajustado de color violeta gesticulaba antes de  hacer sonar la aldaba de la puerta de entrada. Su cabello recogido en forma de un indolente moño aportaba más veracidad a la escena.
Lola Dueñas, nerviosa,  fumando cigarro tras cigarro, trotaba de un lado a otro antes de entrar en escena. Pedro, oculto en algún lugar del rodaje daba las órdenes  necesarias y  gritaba “acción” y  corten  reiteradamente. Es sabido que su perfeccionismo  llega a crear un clima de angustia en los actores que trabajan en sus películas. No sin razón, está considerado el  George Kukor español, por extraer de las actrices  todo lo mejor de ellas.
El cine convierte en magia lo anodino, nos hace viajar a nuestro interior en busca de paisajes ocultos y crea identidades que desconocemos y, cuando  disfrutamos de una escena cinematográfica, bien repanchigados en la butaca de nuestro cine, olvidamos el trabajo de horas,  días y meses que lleva consigo  la filmación de una película.
Escondidos desde nuestro poco disimulado escondrijo, embelesados y silenciosos, contemplábamos  el desarrollo de la escena con una Penélope Cruz entregada y siempre reforzada en su papel por las magníficas Lola Dueñas y Yohana Cobo. Después de cada toma, vestuario, maquillaje y peluquería acudían a  retocar a nuestras estrellas.
Nos habríamos quedado allí toda la tarde, pero el día languidecía y  Faustina, ajena a nuestras veleidades cinematográficas, paciente, nos esperaba cercana a la calle del rodaje.
“Volver” me devolvió un  recuerdo ya lejano que se sumó a la emoción de la propia película y   una  mirada más cercana me la hizo sentir más mía, nuestra, universal.

Con un sol más clemente, emprendimos el  retorno por las Lagunas de Ruidera. El paisaje dibujaba en  los campos de  Munera extensos mares dorados de mieses ya segadas. La luz crepuscular lo matizaba tanto que heló las palabras. En silencio presentíamos la cercanía de la llegada: Albacete.

(José Luis López  Terol, Barcelona, 9 de marzo de 2013)













martes, 22 de enero de 2013

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