OTOÑO EN ALBACETE

OTOÑO EN ALBACETE
Fiesta del Árbol

jueves, 4 de agosto de 2011

Crónica de un retorno


CRÓNICA DE UN RETORNO
(Podría haberse llamado Dulcinea)

La nostalgia y el olvido crean  aparentes lagunas   difíciles de atravesar. Era un viaje iniciativo a mis orígenes,  a mis primeras realidades, al paisaje que me vio nacer y que ha alimentado durante  tantos años  las ayer insalvables ausencias.
La Manchuela, comarca que se extiende indolentemente entre las provincias de Cuenca y Albacete, en las proximidades de Valencia, olía a tierra mojada, a rastrojos casi calcinados después del tórrido verano, a majuelos con  su savia saliendo a borbotones a través del esplendor de sus cepas,  a racimos esperando la vendimia.
Era un viaje a mi pueblo, a mi historia: un  viaje de reconciliación, de  búsqueda y también de afirmación.
Golosalvo, tal vez el más diminuto pueblo de la provincia de Albacete, domina toda La Manchuela. Se yergue, sencillamente, sobre una colina a la que los lugareños llaman “Golosalvillo”. Según los más viejos de este lugar,  fue en una cueva, tantas veces inexplorada por mis miedos infantiles, donde se asentaron sus primeros pobladores. Siempre soñamos con encontrar valiosos tesoros que nunca aparecieron.
Hoy la cueva, totalmente cegada, es la depositaria de  tantas  leyendas, que  su presencia parece casi irreal. Ha pasado al olvido en la búsqueda colectiva del pueblo por indagar en su historia.
El horizonte perfila  y dibuja a lo lejos  la silueta del pueblo. Son casi las nueve de la noche y la luz  no ha disminuido un ápice. Al revés, recupera los matices más delicados de esta hora  de la tarde. Tonos comedidos, colores apagados, sabores que llegan del campo: sensaciones inexplicables e Íntimas del paisaje.
Golosalvo se ha labrado un presente y un  futuro a través del esfuerzo  de sus gentes. Lejos quedan aquellos años donde todas las miradas coincidían en la búsqueda de un mundo mejor, bien en Valencia o en  Barcelona.  De los que tuvieron que irse, muy pocos regresaron, aunque todos ellos, víctimas de la nostalgia , fueron labrando y asentando, año tras año, su presencia en el pueblo. Eran de allí  y así se sentían. Y era también allí donde querían morir.
Detrás de la iglesia, dedicada a  San Jorge, el Patrón del pueblo,  un camino conduce al cementerio. Se desliza tímidamente, en silencio,  casi en total recogimiento. La inmensidad de los rastrojos y de las viñas lo invade todo. Al fondo, siempre presente, la presencia de otros municipios, relaja la sensación de soledad  y silencio. Cenizate se recorta  a  lejos. Más allá, en un claro oscuro casi imperceptible, Villamalea,  la siempre combativa comunidad de La Manchuela en la épocas más duras del franquismo.
El cementerio, pequeño e íntimo está  cerrado. El color blanco de sus enjalbegadas paredes, a estas horas del día, luce  como rosado. Es la magia de este deslumbrante y enrojecido sol, casi herido de sangre, que está poniéndose y que lo transforma todo con su luz.
La puerta está cerrada, anudada con una espesa cadena que impide el paso, pero  llevo la llave que abre el candado y que me va a permitir la entrada.
Ya desde pequeño, nunca pude substraerme al encanto y misterio  de este camposanto, como mis paisanos lo llaman, ni tampoco al texto  que corona su puerta principal que, con el tiempo, he ido comprendiendo.
                                           “Recuerde el alma dormida,
                                            avive el seso e despierte
                                            contemplando
                                            cómo se pasa la vida,
                                           cómo se viene la muerte
                                           tan callando; “

¡Cuántas veces me he preguntado de quién fue la idea de glosar con este bello poema de Jorge Manrique nuestro destino, nuestra igualdad ante la muerte!
     Del cementerio de mis recuerdos de infancia, ya no queda nada. Sólo un par de  viejos cipreses solitarios  en perfecto diálogo con la luz y el profundo azul del cielo manchego. Cipreses, testigos callados  y mensajeros de la historia, partícipes de tantas vidas truncadas.
     Mi presencia  en este lugar cumplía una misión. Era un acto de homenaje y reencuentro hacia una persona a  la que había querido mucho. Hacía una semana que había muerto y, doblegado por la distancia, no pude compartir con ella  esos últimos momentos.
Sabía de su  fragilidad, de su corazón cansado ,pero no esperaba este viaje valiente y  arriesgado hacia  ese mundo  desconocido al que ella siempre me había confesado temer.
Sin embargo se había ido.
Su tumba, enclavada en la parte central del cementerio, era  blanca, sencilla y recién construida, resumen de los gustos estéticos del pueblo. Creo que no de los suyos. Ella  sentía y creaba la belleza natural de la vida de una forma intuitiva a través de  cómo eligió vivir. Las flores, ya casi marchitas, la cubrían totalmente. Tuve miedo de ver reflejada su alma en una de esas fotos que  obligan a recordar a la  persona a la que has querido como si aún estuviera  viva. Me alegré de poder evocarla y reconstruirla tal y como yo quería: con mi  silencio y con mis lágrimas, con mis deseos de que alguien la recibiera con una sinfonía de colores, de luces y de besos. Que se sintiese acogida y que la imperceptible línea que la une a la vida a través del recuerdo creara lazos indestructibles al tiempo y a la desidia.


Se llama Francisca, pero podía haberse llamado con cualquiera de los mil nombres femeninos que pueblan toda la llanura manchega.  Tiene ochenta y tres años y apenas ve. La pequeña luz  que ilumina su cansada mirada le permite orientarse por los recovecos de la nostalgia. Y es así como pasa la mayor parte de las  frías y largas noches invernales que  asolan  el lugar en  el que vive, este diminuto pueblo de La Manchuela.
No sabe leer y, aunque supiera, de qué le iba a servir. La luz del viejo tubo fluorescente apenas ilumina la cocina en la que ella hace casi toda su vida. Sabe de los libros a través de las historias de caballeros andantes y de los pocos viajeros que , de tarde en tarde, se alojan en la posada.
Ella también tuvo su caballero, aunque ahora, en su vejez,  lo duda. Se llamaba Juan y hace ya siete años que emprendió su viaje definitivo, su peregrinaje tras unos fantasmagóricos molinos de viento asentados en lo más azul del cielo. Debió encontrar su paraíso perdido porque nunca regresó.
Se siente vieja y cansada. Tan cansada que apenas  tiene fuerzas para viajar a través del paisaje de su memoria. Cada noche lo intenta y en su peregrinación interior a cada instante aparece el dolor de lo que quiso ser y nunca fue.
Arropada con una vieja y casi deshecha toquilla negra de  lana se duerme cada noche sentada sobre viejo sillón de anea, al calor de la lumbre que poco a poco se va extinguiendo. Al igual que su vida, paulatinamente, sin apenas respiros, van apagándose las ascuas con el frío de la llanura y con el relente que, al amanecer, penetra a través de las rendijas de la cocina.
Aunque no lo sabe, aún en sueños, casi todas las noches  Francisca llora. Enormes lagrimones se dejan caer a través de sus arrugadas mejillas hasta formar un perfilado  canal que ella ni ve.
Se siente infeliz y sola porque  sabe que su caballero andante, con el que compartió cuarenta años del viaje de la vida, nunca volverá, a pesar de sentir clavada detrás de sí su presencia. Duda si la felicidad, ese obsceno  y legendario pájaro  de fuego, anidó alguna vez en su corazón, ni siquiera cuando era niña y se pasaba todo el día en el campo cuidando el  ganado o en las tareas más duras  que el trigo y las viñas imponían. ¡Cuántas veces quiso fundirse en aquella tierra rojiza y rencorosa! No hubo alternativas a su vida y, ahora, en la vejez, se duele de ellas.
Como tantos otros, emprendió el vuelo. Dejó su paisaje, sus colores, sus recuerdos y sus nostalgias y se aventuró en una tierra extraña y lejana. Cataluña, tierra de acogida de tantos otros que, como ella, quisieron imprimir a su vida un mínimo de dignidad y coraje. Se sintió agradecida, aunque siempre supo que aquella no era su tierra, que aquél no era su cielo y que aquel sol que se escondía cada atardecer tras las montaña de Montjuïc, no era el suyo.
Poco a poco se le fue gastando el alma a causa de los suspiros y de las añoranzas y, cuando podían, ella y Juan dibujaban en su interior y en todas sus conversaciones los  sabores de su tierra con la esperanza de convertirlos en un cuadro plástico, casi con los  vivos colores  de un Benjamín  Palencia.
Ha pasado apenas un mes. A finales de agosto de este año, Paquita, dibujó en su rostro su última sonrisa y doblegó ligeramente su cabeza hacia el lado  izquierdo. Estaba sola y acababa de levantarse. No tuvo tiempo de empolvar su nariz ni de pintarse los labios.
No tuvo miedo. Sintió  una voz que la llamaba y ,sentada como estaba en su viejo y desvencijado sillón  de anea, se  abandonó y se dejó ir.

José Luis López Terol

6 comentarios:

  1. Un cuento precioso y duramente clavado en lo que es el paso del tiempo, la búsqueda de una felicidad que nunca se deja atrapar del todo y el ocaso de la vida, que nos pone a todos en igualdad de condiciones durante el último suspiro. Realmente bello.

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  2. Me motiva muchísimo, Juan, tu comentario. He pretendido recoger en esta historia el dolor que me produjo la muerte de la que fue mi nodriza y a la que quería como a mi propia madre. Fue una mujer sin estudios, pero gozó del cariño y amor de todos los que la conocieron. Creo que, cuando un tema te atrapa, escribir es más fácil y más si los que te animan son personas sensibles como tú que viajan a través de las palabras al mundo de los sentimientos.

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  3. Escrius molt bé, m`ha encantat la historia. una abraçada.

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  4. Magistral descripción de un viaje a las raíces de una evocación familiar. Hondo y emotivo homenaje a la amistad en este extraordinario relato invadido por las claves de un reencuentro, por los temas esenciales que sostienen nuestra presencia sobre la tierra: supervivencias, muertes, afanes, regocijos, sueños y desalientos. Cuento lírico conmovedor, un río subterráneo de ternura y comprensión, en el que predomina la reflexión serena sobre la caducidad de la vida y sobre nuestros caminos inexorables a hacia la nada, hacia el olvido definitivo.

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  5. Notablemente escrito. Me emocionó profundamente. Desde el comienzo del relato se nota el vínculo profundo que los unió y los une. Como dijo Nelson: magistral.

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  6. Muchas gracias.
    Es un tema que todavía me humedece los ojos y me entristece. Me gustaría asociar la idea del viaje definitivo con el descanso y la paz.

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