OTOÑO EN ALBACETE

OTOÑO EN ALBACETE
Fiesta del Árbol

lunes, 22 de agosto de 2011

Mujer y consumo

Dice Coco Chanel que la moda es lo que pasa de moda. Y por una extraña inversión de los atractivos sexuales en comparación con el reino animal, donde el macho es el mejor dotado -la cola del faisán y la del pavo real, la melena del león y el empaque multicolor del gallo, con su roja cresta y vivos colores, así lo demuestran-, la principal usuaria de la moda en nuestra sociedad es la mujer.
Ella, desde la aurora de la historia, recurrió a los peinados, a los afeites, a los vestidos de largas y elegantes polleras, como se ve en las pinturas levantinas del final de la prehistoria, a los adornos y collares. El hombre ostentaba la fortaleza de su cuerpo, el poder de sus músculos, una prestancia corporal que revelaba fuerza, destreza y decisión.
Por ello los ornamentos, las pelucas, los anillos, los ropajes de colores llamativos –pensemos en la riqueza del vestido africano tribal, por ejemplo- es decir aquellos elementos que complementan la belleza formal del cuerpo, son femeninos. La vestimenta masculina no presenta, en la mayor parte de las culturas, similar riqueza y complejidad.
A lo largo de la historia, especialmente la occidental, la riqueza del traje, la variación de los estilos, los llamadores artificiales de la seducción, han constituido una constante cultural femenina.
Existe un fenómeno comprobable en nuestro entorno social: ciertas pautas de consumo suntuario se vinculan más fácilmente con la mujer que con el hombre. Se dispone de una multiplicidad de productos asociados con la condición femenina en sí, o con la condición femenina que la sociedad crea y los medios masivos multiplican.
En primer lugar existe el estereotipo de que la mujer, para ser feliz, necesita comprar cosas, especialmente aquellas destinadas al uso personal, a la amplificación de la belleza física.
Desde tiempo inmemorial la sociedad ha identificado mujer y belleza, aunque no en todas las culturas. La clásica (Grecia y Roma) ha llevado al paroxismo la idea de belleza física asociada con musculatura y juventud, pero mucho más en relación con el varón joven que con la muchacha.
La mujer en la tradición occidental, incluso desde el Antiguo Testamento, aparece asociada con la idea de seducción. Isaías condena, justamente, la utilización femenina de toda clase de adornos destinados a maximizar la belleza y la seducción.
Durante ciertos períodos se intentó “domesticar” el cuerpo femenino, ya fuera cubriéndolo con ropajes, con diversas capas de ropa o con incómodos corsés, e incluso con cinturones de castidad.
El hecho objetivo es que Occidente ha ido delineando un modelo de mujer que, en primer lugar, ha sido secundario; ella ha estado destinada al servicio del varón y, como tal, su embellecimiento ha tenido una función clara: adaptarse a lo que el hombre deseaba que ella fuera.
Por otra parte y sin alejarnos de nuestra tradición, las pautas de belleza relacionadas con lo femenino han tenido siempre un fuerte corte de clase: el modelo de belleza de las clases altas del siglo XIX ha sido el de la mujer delgada, pálida, tísica, en tanto el de las clases populares ha asociado gordura con hermosura.
Si bien el uso de ropas lujosas, de adornos, de cosméticos, perfumes y otros artículos no indispensables ha sido común entre las féminas- recordemos por ejemplo la henna y el khol entre las egipcias- el fenómeno del consumo sistemático y por placer de productos diversos se ha amplificado en especial en el siglo XX. El modelo de mujer prolija, peinada, impecable y a la moda se asocia con el nuevo rol que ésta va adoptando en la sociedad, en consonancia con la progresiva liberación femenina que nos ha obligado, paradójicamente, a asumir voluntariamente nuevas esclavitudes. Una de ellas es la de estar a la moda, esa costumbre occidental de la renovación permanente tanto del guardarropas como de todo aquello que nos adorna.
¿Por qué no se le ha exigido al varón algo similar? ¿Por qué “ir de compras” se asocia imaginariamente con uno de los pasatiempos favoritos de las mujeres? ¿O en qué medida se le ha impuesto este entretenimiento cultural?
Intentaremos dar una respuesta antropológica a estas interrogantes.
En primer término, porque la sociedad ha elaborado un ideal de mujer, a menudo contradictorio, pero cuyo denominador común se asienta en “lo bello” de la cara y del cuerpo femenino. Ese modelo ha sido siempre un derivado de las necesidades masculinas: los hombres han planteado una pauta ambivalente en relación con sus deseos: una dama en la mesa (es decir, en el hogar) y una prostituta en la cama, no necesariamente con la misma mujer. No estamos lejos, todavía, del viejo modelo de dominación que juzga con distinta vara a varones y mujeres.
Pero además, las mujeres han/hemos internalizado –y comprobado en carne propia- ese modelo que impone la necesidad de estar o aparecer bellas en público y en privado. Diversos estudios realizados en EEUU han demostrado fehacientemente que mujeres bellas obtienen buenos puestos de trabajo aunque no estén calificadas adecuadamente, y vale también lo opuesto.
Hay algo más: el papel que desempeñan los medios masivos a través de la publicidad, amplificando un estereotipo de mujer bella, delgada, producida, deportiva, sensual y profundamente consumista, no necesariamente inteligente ni cultivada, es central a este respecto. Ese ideal se vincula con las pautas básicas que el capitalismo impone, cada vez con más fuerza, y que unen imaginariamente el consumo con la felicidad, sin mostrar –y no precisamente por ignorancia- que aunque se compre el último artículo que salió al mercado hace 15 minutos, dentro de 30 saldrá otro que lo sustituirá con éxito. Ese sistema de consumo se aplica a la compra de cualquier tipo de producto, desde un automóvil, un celular, un par de zapatos deportivos o un champú. Coloca a la mujer en el papel de receptora de una cantidad desmedida de tentadoras ofertas que prometen la “felicidad”, aspiración que se lograría en consonancia con el incremento del atractivo sexual para obtener, así, el amor como en los cuentos de hadas.
Los recursos de la coquetería, los encantos de la cosmética, la profusión –y consiguiente caducidad programada- de las vestimentas, constituyen artículos que se hacen aparecer como imprescindibles. En este campo, podríamos hablar de la “industria de la necesidad” ya que se generan artificialmente deseos para poder satisfacerlos a cambio de dinero.
Así es que abundan los locales donde se ofrece –se vende- belleza o su arquetipo, se perfecciona la elegancia, se fabrica un protagonismo de la seducción y a la vez se vende la idea de un “estilo propio”, de una creatividad de medida o de confección. Los comercios nos exhortan a consumir.
La edad en la mujer se ha convertido en un estigma: mostrar canas, arrugas o los efectos naturales de la fuerza de gravedad se han convertido en pecados modernos o posmodernos. Nada debe delatar el paso de los años, cualquier recurso es bienvenido para cumplir con el ritual obsesivo de disimular el paso de los años, de mantener la ilusión de la eterna juventud.
Pero además, las expectativas femeninas son generadas con la finalidad de obligarlas a comprar indefinidamente; no hay asunto que no haya sido considerado por la industria del look: perfumes, lociones capilares que devuelven la juventud y tinturas que disimulan la edad, cremas que reintegran la lozanía y la humedad perdida del rostro, tratamientos casi mágicos –a menudo extremadamente invasivos- para perder peso, adiposidades localizadas, o años, o un largo etcétera.
Y además está la industria de la vestimenta que constituye un negocio multimillonario y no exclusivamente entre las capas más altas de la sociedad.
Vuelvo a la pregunta anterior: ¿qué pasa con los varones en este sentido?
A menudo nos enfrentamos al estereotipo del hombre descuidado, desprolijo, desinteresado de su aspecto, su atuendo, su ropa. Si bien muchos varones están cambiando su conducta también en el cuidado de su físico y el consumo asociado, durante buena parte de la historia esto no ha sido así. Y no lo ha sido porque, en primer lugar, el rol de proveedor no necesita coincidir con el de galán, y la mujer, tradicionalmente, ha aspirado a obtener el mejor partido posible, especialmente si a cambio ha tenido belleza para ofrecer en ese comercio más o menos explícito que es el intercambio matrimonial o de parejas desde la perspectiva de la antropología. 

(Anabella Loy, antropóloga uruguaya, escritora, ensayista e investigadora)


 




3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho la lectura de tu artículo porque, aunque sea un tema que evidencie el componente machista que tiene el culto a la belleza femenina y en ella la moda, es importante reflexionar con un fenómeno que está muy normalizado en nuestra sociedad.
    Por otra aparte se me ocurre pensar en los intentos que ciertas experiencias políticas han hecho sobre este tema. Pienso en el “maoísmo” que intentó llevar a rajatabla un tipo de vestimenta que no mostrase las diferencias entre hombre y mujer. Estaría también la moda soviética o la de regímenes parecidos que consideraron la moda como una aberración de la sociedad capitalista. Creo que en tales situaciones, más que igualar derechos entre hombre y mujer, se intentó aplanar mentalidades y sofocar disidencias. De este tema podrían hablar mucho tanto la época estalinista como la maoísta.
    Me viene también a la cabeza cómo se podría contextualizar este tema en las sociedades islámicas donde prevalece el hecho de privacidad del hombre sobre el cuerpo de la mujer. El machismo sigue, creo, imponiendo sus reglas en este tema, aunque, por suerte, es cada vez mayor la mentalidad de que lo importante es sentirse bien uno consigo mismo independientemente de la ropa que se lleve puesta o de la dictadura de las tendencias.
    Unas simples reflexiones nada más.

    ResponderEliminar
  2. El interesante artículo “Mujer y Consumo” de Anabella Loy ensambla dos campos antropológicos que continúan produciendo reflexiones, réplicas y polémicas. Enlaza dos circunscripciones que en realidad son rémoras en los compromisos para nivelar, definitivamente, los derechos de un sexo masculino, que continúa reproduciendo una cultura de la supremacía, con los de un género femenino que sigue siendo víctima propiciatoria de las concepciones del macho.
    Las observaciones de Anabella se fijan en algunos detalles de la educación sexista y los roles generados, especialmente, por la actitud de los varones respecto a las mujeres, ante el atuendo y el consumo como partes de una tendencia ligada a las necesidades del hombre y no tanto a la libertad creativa de la mujer. Su razonamiento antropológico repasa mecanismos y elementos de un aprendizaje abusivo, que todavía le impide al sexo femenino disfrutar, cabalmente, de una ley integral para la igualdad de trato y la no discriminación.
    El texto de nuestra amiga Anabella Loy es sugerente y abierto, invita a no perder de vista los síntomas de dos dolencias contemporáneas, estimula a ahondar, a recolocar la mirada sobre nosotros mismos y en nuestro entorno y en la perspectiva de la historia. Empuja a contemplar un mundo en el cual la mujer sigue siendo objeto de las manipulaciones de la cultura masculina y, de alguna manera, nos convoca a reconfigurar el puzzle de una igualdad que es elemento esencial de la dignidad de la persona.

    ResponderEliminar
  3. Excelente artículo que viene a poner en tela de juicio los estereotipos "políticamente correctos" femeninos y ese falso feminismo basado en la mera apariencia que llamamos "discriminación positiva". Brillante.

    ResponderEliminar